Jueces que no meten Gol. Gerardo Laveaga
Si como aficionados al futbol no estamos dispuestos a tolerar a un delantero que nunca meta un gol, ¿podemos aceptar que un juez no juzgue y se limite a palomear los documentos de un expediente? Echando mano de este símil, el autor del artículo —director del Instituto Nacional de Ciencias Penales (INACIPE)— nos comparte las expectativas que tiene de nuestros juzgadores con la reforma a nuestro sistema de justicia penal. Si usted fuera director técnico de un equipo de futbol, ¿conservaría a aquellos jugadores que, desde que firmaron su contrato, no han metido gol ni realizado jugadas oportunas? Imagine que, al despedirlos, los jugadores protestaran, aduciendo que ellos se habían presentado puntualmente a los entrenamientos, nunca habían llegado ebrios y, más aún, habían llegado a desplegar técnicas futbolísticas sofisticadas…
La reflexión viene al caso a propósito de los jueces de Chihuahua, que absolvieron al asesino de la joven Rubí Frayre en un juicio oral. Sus argumentos para haber emitido sentencia absolutoria son impecables: se plegaron a los principios procesales y respetaron las condiciones que señala la ley de Chihuahua. Nadie los podría sancionar por ello. Pero a un juez no se le contrata sólo para que siga las normas. Ni siquiera para que las haga cumplir, como en el caso de los árbitros en el futbol. En los términos del artículo 20 constitucional, se espera que él dirija un proceso cuya finalidad sea “el esclarecimiento de los hechos, proteger al inocente, procurar que el culpable no quede impune y que los daños causados por el delito se reparen”. Esto, naturalmente, tiene que hacerlo ceñido al debido proceso. Jugando limpio, vaya. Y esto fue, precisamente, lo que no hicieron los jueces del caso Rubí: pretextaron que, al prohibírseles tocar la pelota con la mano, era imposible meter gol. Sin embargo, con las reglas que tenían y las enormes posibilidades que les otorgaba la ley, debieron hallar la manera de conducir un proceso más creativo y, desde luego, más justo. Cuando converso con abogados de Inglaterra, Francia, Estados Unidos o España, su comentario es similar a la hora de calificar a los tribunales de nuestro país: “en México —estiman— los jueces penales no juzgan: son meros inspectores de control de calidad”. Se limitan a verificar si el agente del Ministerio Público hizo bien su trabajo. Actúan como autómatas, que consultan un instructivo y ven si, de acuerdo con éste, deben condenar o absolver. En ambos casos, se lavan las manos, declarando que la absolución o la condena es imputable al Ministerio Público. Soy admirador de la función judicial y, quizás por ello, soy tan severo a la hora de evaluar a aquellos burócratas judiciales que carecen de compromiso social. La función de los jueces no es aplicar un recetario —eso puede hacerlo cualquiera— sino fungir como impartidores de justicia. Aclaro: no en actuar como “justicieros”, cuya sola idea pone los pelos de punta a cualquiera, sino como servidores públicos responsables que, sin violar las reglas, generen confianza en la sociedad, absolviendo al inocente o castigando al culpable de un delito. “La justicia es un asunto estrictamente técnico”, me espetó una vez un magistrado. Su aseveración me aterró. Si lo fuera, pensé, en ningún país desarrollado existiría la figura del jurado popular que —en opinión de muchos juristas internacionales—, sigue siendo el método más eficaz de cuantos se han diseñado para administrar justicia: un grupo representativo de la sociedad decide la inocencia o culpabilidad de un indiciado, a partir de lo que se expone en un juicio público. El juez, simplemente, determina la sanción a partir de dicho criterio. En México no contamos con jurados populares, ni con magistrados legos, pero estamos construyendo un nuevo sistema acusatorio que, apuntalado en la publicidad y transparencia, nos permitirá ver de qué están hechos nuestros jueces, defensores, agentes del Ministerio Público, peritos y policías. Creo, por lo anterior, en contra de lo que algunos opinan, que el caso Rubí no ha demostrado la ineficiencia de los juicios orales sino, al contrario, su excelencia. Ha logrado que la sociedad esté enterada de lo que ocurrió y que los jueces rindan cuentas, en los términos del artículo 17 de la Constitución. Hacía mucho tiempo que no podíamos examinar con tanta nitidez un caso como el de Rubí. A pesar de la tragedia que entrañó, de la desafortunada intromisión de algunos políticos y de la estrechez de criterio de tres de sus protagonistas, hay que celebrar la apertura: avanzamos por buen camino hacia un juego de primera división, donde nuestros jueces tendrán que entender que, en el sistema acusatorio, no son árbitros sino centros delanteros. Y, en este sistema, la afición estará más atenta, más exigente y más crítica que nunca.
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