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Derecho y algo más

UNA DESCRIPCIÓN DEL DERECHO

UNA DESCRIPCIÓN DEL DERECHO

Agustín Squella

  Resumen

En este artículo se busca establecer con cierta nitidez de qué hablamos cuando hablamos de derecho. Trata de conseguir una “descripción” del derecho y no de ofrecer un “concepto” de derecho. Procura decir qué tipo de realidad o fenómeno es el derecho, aunque no elude la cuestión de las funciones y fines del derecho.

 

El papel de la teoría general del derecho –sostuvo Kelsen– consiste en decirnos qué es el derecho, el derecho que es, o sea, el derecho como dato real y comprobable de la experiencia de vida social del hombre; por su lado, el papel de la filosofía del derecho consiste en determinar lo que el derecho debe ser, o sea, el derecho ideal, aquel que debería regir o establecerse. Por lo mismo, Kelsen calificó su obra como teoría del derecho, no como filosofía del derecho, puesto que lo que se propuso respecto del derecho, del derecho positivo, del derecho que es y no del que debe ser, fue determinar la estructura de aquél y las condiciones fundamentales para su conocimiento, dándose por entendido que ese doble propósito quiso ser conseguido por Kelsen por referencia al derecho positivo en general, tanto nacional como internacional, y no por referencia a un derecho positivo determinado, singular, dotado de una específica vigencia y realidad histórica en un tiempo y lugar dados, puesto que de estos últimos se ocupa no propiamente la teoría general del derecho, sino aquello que los juristas suelen llamar “ciencia del derecho” o “dogmática jurídica”. Pero las declaraciones que un autor hace acerca de su propia obra, con resultar orientadoras, deben ser siempre tomadas con beneficio de inventario, puesto que Kelsen, que hizo incuestionablemente teoría del derecho, incursionó también en la filosofía del derecho, o, cuando menos, en la metafilosofía del derecho, como es evidente, al menos para mí, en varios de sus ensayos, por ejemplo, “¿Qué es justicia?” Por lo demás, entre quienes cultivan la disciplina, no hay acuerdo acerca de cuál es el cometido específico de la filosofía del derecho, o sea, no hay coincidencia en el campo temático de ésta, en las preguntas para cuya respuesta existe la disciplina. Kelsen no llegó a enunciar una definición del concepto de derecho, pero tuvo una idea bastante clara sobre el particular. ¿Qué pueden tener en común el derecho de los antiguos babilónicos –se preguntó– con el que rige hoy en los Estados Unidos de norteamérica? ¿Qué puede haber en común entre lo que con el nombre de derecho impone en una tribu un cacique despótico y la constitución de Suiza? Y respondió: en todos esos casos se trata de una técnica social que consiste en obtener comportamientos deseados por medio de la amenaza de sanciones coactivas. Y nótese que el ejemplo del cacique despótico no tiene que ser reconducido a alguna remota y ya desaparecida tribu africana, porque el siglo XX, en Occidente, y desde luego en América Latina, fue prolífico en ese tipo de figuras.

Tal idea, en cuanto pone de relieve el carácter a la vez normativo y coercible del derecho, es un buen punto de partida, aunque no podríamos decir que sea el mejor punto de llegada. Hart, por ejemplo, cuyo concepto de derecho está bien cerca del de Kelsen, perfeccionó la idea con su prolija distinción entre reglas primarias y secundarias, y, asimismo, con su teoría de la regla de reconocimiento.

Y sin tener la pretensión desmedida y absurda de poner las reflexiones que siguen a la par de las de Hart o de cualquier otro autor que, en esa misma línea, haya contribuido a matizar una concepción del derecho como realidad normativa, voy a ocuparme a continuación de la noción de derecho que acostumbro compartir con mis alumnos de Introducción al Derecho y de Filosofía del Derecho, la cual debe mucho a autores como Kelsen y Hart.

Con ello no busco introducir al ya bastante congestionado tráfico de los conceptos jurídicos una centésima o milésima definición del derecho, sino contribuir a facilitar, particularmente entre los estudiantes, una mejor respuesta a la pregunta que inquiere acerca de qué hablamos cuando hablamos de derecho. Por esa razón es que este texto no se titula “Un concepto de derecho”, sino “Una descripción del derecho”, y se inscribe quizás en esa línea, aludida ya por Kant, acerca de que no todos los conceptos necesitan ser definidos, de manera que hay también aproximaciones a las definiciones de ciertos conceptos, las cuales son en parte exposiciones y en parte descripciones.

Por lo demás, no pocas de las visibles diferencias entre las muchas ideas que existen acerca del derecho provienen de las distintas perspectivas que se adoptan a la hora de definirlo. Una de tales perspectivas es la que adoptan autores como Kelsen y Hart, quienes se preguntan por el tipo de fenómeno que es el derecho, sin aludir mayormente a la cuestión de sus funciones ni tampoco a la de sus fines. Otras nociones de derecho están dadas desde la perspectiva de sus funciones, como la de Marx, por ejemplo, que dice que el derecho no es más que el instrumento que utiliza una clase dominante para mantener sojuzgada a la correspondiente clase dominada. Y otras adoptan la perspectiva de los fines, como me parece es el caso de Tomás de Aquino, cuando nos dice que el derecho es la cosa justa, como también el de Ihering, quien define el derecho como normatividad coactiva tendiente a fines históricamente condicionados. Aunque en el caso de Ihering, como se advierte con facilidad, el autor combinó la perspectiva de los fines con aquella que adoptarían luego figuras como Kelsen y Hart. Y en la actualidad, atendido el desarrollo que ha alcanzado la teoría del razonamiento jurídico, vale decir, aquel que en contextos de derecho llevan a cabo los

jueces y otros operadores jurídicos, tales como legisladores, funcionarios de la administración y juristas, se considera que una concepción del derecho debería ser   enunciada  desde la perspectiva del carácter argumentable que tiene el derecho. Así, por ejemplo, en el libro que sobre razonamiento jurídico publicó Manuel Atienza en España el año 2006.

Tengo para mí que uno puede afirmar que el derecho es un fenómeno cultural, de carácter preferentemente normativo, sustentado en el lenguaje, que regula su propia creación, interpretable a la vez que argumentable, que rige las relaciones de hombres y mujeres que viven en sociedad, y cuya nota identificatoria más específica consiste en la coercibilidad, esto es, en la legítima posibilidad de auxiliarse de la fuerza socialmente organizada para conseguir el cumplimiento de sus normas y, sobre todo, para conseguir una eficaz aplicación de las sanciones o consecuencias adversas o negativas que deban seguir para los sujetos normativos cada vez que el derecho sea incumplido por alguno de éstos.

De una noción como esa me gustaría remarcar sus palabras claves, a saber, “fenómeno”, “cultural”, “normativo”, “preferentemente”, “lenguaje”, “creación”, “interpretable”, “argumentable”, “sociedad”, “coercibilidad” y “eficaz”. Como se advierte, la descripción propuesta no alude explícitamente ni a los fines ni a las funciones del derecho, aunque ellas, como veremos más adelante, se encuentran implícitas en el carácter “cultural” del fenómeno jurídico. En otras palabras, el derecho es un fenómeno de cultura en cuanto se trata de una creación humana que cumple determinadas funciones y que busca obtener ciertos fines.

Que el derecho sea un fenómeno significa, pura y simplemente, que es algo que está ahí, que se nos muestra, y que puede ser percibido en la experiencia de cualquier individuo, incluso cotidianamente. Fenómeno está tomado aquí en el sentido griego de lo que aparece, de lo que se hace presente, aunque añadiré que, por tratarse de un fenómeno, el derecho puede también ser constituido en objeto de estudio y conocimiento. Con lo cual quiero aludir a una verdad bastante simple: el hombre produce el derecho y, a la vez, lo constituye en materia u objeto de saber, como hace, por lo demás, con muchos otros fenómenos y experiencias de la vida en sociedad. Además, y si bien producido y susceptible de ser conocido por el hombre, el derecho, en cuanto medio de control de la conducta humana, se vuelve en cierto modo contra su creador, vinculándolo obligatoriamente a sus normas y otros estándares y conformando así, de alguna manera, su comportamiento en sociedad. Pues bien: eso es lo que pasa con el derecho. En otras palabras, no hablamos de nada cada vez que hablamos de derecho, sino de algo, de algo que está ahí, afuera, de algo, por lo demás, fuertemente imbricado en nuestra existencia. ¿O acaso no hemos celebrado ya varios contratos de compraventa o de prestación de servicios en lo que va corrido de este mismo día, por simples y puramente orales que ellos sean, como cuando tomamos el transporte público para ir a nuestro lugar de trabajo, adquirimos el periódico o leemos éste mientras un lustrabotas se ocupa de la limpieza de nuestro calzado? Además, el derecho nos interesa como objeto de estudio. De hecho ha interesado en tal sentido desde hace muchos siglos, constituyéndose a su respecto un determinado saber, al que acostumbra llamarse ciencia del derecho y, también, dogmática jurídica.

Es en tal sentido, entonces, que el derecho es un fenómeno. Algo que está ahí y que, si bien producido por los hombres y utilizado por éstos para arreglar su vida en sociedad, es constituido también en objeto de conocimiento. De este modo, si la filosofía es hija del asombro, de esa “agitación afectiva” –según Heidegger consideró al asombro ante el hecho de que hay el ser y no la nada, podría decirse que la filosofía

del derecho, por su parte, registra con asombro la existencia del derecho y examina detenidamente el fenómeno jurídico para dar cuenta de éste.

Fenómeno cultural, acto seguido, si es que empleamos la palabra “cultura” no en el sentido restringido que la vincula a la creación, producción y difusión de las artes, sino en el más amplio, definido por el filósofo chileno Jorge Millas, como todo aquello que resulta de la acción conformadora y finalista del hombre, como todo aquello –habría dicho -Radbruch– que el hombre ha sido capaz de colocar entre el polvo y las estrellas. Todo. Desde las comidas que el hombre prepara hasta las ciudades que proyecta y construye. Desde los cacharros de greda que un alfarero rural cuece en su horno de barro hasta las catedrales que levantamos para adorar a los dioses. Desde la invención de la bicicleta a Internet. Desde las antiguas diligencias a los modernos aviones. Desde la primera y rudimentaria caña de pescar que un hombre fabricó por primera vez con sus manos para conseguir alimento por un día hasta los enormes buques factorías que capturan hoy millares de peces en nuestras costas. Desde los primeros sonidos que intercambiaron en su momento dos hombres primitivos hasta los complicados lenguajes naturales que empleamos hoy para comunicarnos. Desde la moral y la economía hasta la religión y el derecho. Todo lo que hacemos o producimos con vistas a una finalidad o propósito determinado. Así, por ejemplo, mientras las fragantes flores del retamo permanecen en el follaje de ese arbusto durante el suave verano de la zona central de Chile, constituyen un fenómeno natural. Pero se transforman en objeto cultural desde el mismo momento en que alguien corta algunas de esas flores, forma un ramo y entrega éste a la mujer que quiere o que desea seducir.

 

El derecho es un fenómeno cultural en cuanto se trata de algo producido por el hombre en la historia para conseguir ciertos fines, tales como paz, orden, seguridad jurídica y, en la medida que le corresponde, justicia. Paz y orden, en cuanto el derecho prohíbe el uso de la fuerza entre individuos, haciendo de ese uso el antecedente de un castigo o sanción. Pero, a la vez, el derecho la reserva para sí, en cuanto monopoliza el uso de la fuerza para que no haya otra fuerza legítima que aquella que el propio derecho autoriza. Y, en tal sentido, en cuanto prohíbe la fuerza, pero la reserva para sí y la utiliza para una eficaz aplicación de sus sanciones, el derecho nos provee sólo de una paz relativa.

Seguridad jurídica, en cuanto al establecer el derecho cómo deben comportarse los correspondientes sujetos normativos, éstos saben lo que deben hacer, o abstenerse de hacer, y pueden prever también cómo se comportarán comúnmente sus semejantes. Seguridad, asimismo, en la medida que el derecho, junto con establecer deberes y prohibiciones, determina con anticipación y certeza las sanciones a que los sujetos normativos se verán expuestos si pasan por alto tales deberes y prohibiciones, como establece también los órganos que deberán decretar la procedencia de las sanciones y, de ser ello necesario, su aplicación coercitiva. Y seguridad, en fin, en la medida que los sujetos normativos pueden prever las decisiones judiciales y administrativas que podrían afectarles, puesto que ellas se encuentran reguladas por el derecho. Prever, claro está, aunque dentro de ciertos límites, puesto que las decisiones de los jueces y otros órganos jurisdiccionales no son susceptibles de ser anticipadas con certeza. En tal sentido, nunca estará de más recordar la idea más emblemática del llamado realismo jurídico norteamericano: las profecías acerca de lo que harán los tribunales, eso es el derecho. De manera que cuando un sujeto normativo consulta con su abogado acerca de un asunto jurídico que le interesa, todo lo más que sale de la boca de éste es una conjetura acerca de cómo se comportaría

un juez si el asunto de que se trata fuera discutido en sede judicial. Lo que sale de la boca de ese abogado no es el derecho vigente, sino una conjetura sobre lo que un juez establecería como tal en un caso dado.

Una conjetura dotada de cierto fundamento, por cierto, y no un mero presentimiento, puesto que siempre hay un derecho preexistente al caso y al cual los jueces se encuentran vinculados. Pero ese derecho tiene que ser identificado por los jueces y, antes de ser aplicado, tiene también que ser interpretado, lo cual conduce a la conclusión de que si tenemos un derecho preexistente al caso, podemos tener también distintas versiones de ese derecho. El derecho –como puso de relieve Kelsen– es un marco abierto a varias posibilidades de interpretación. Hasta el punto de que lo que solemos llamar normas jurídicas son sólo enunciados de ese carácter, puesto que la norma propiamente tal no es la que aparece escrita en el texto de una constitución, de un código o de una ley cualquiera, sino el significado de tales enunciados. Así, y valiéndonos de un recurrente y sencillo ejemplo, el enunciado normativo puesto a la entrada de un parque –“Se prohíbe la entrada de vehículos”–, obliga a dar algún sentido y alcance a la palabra “vehículos”, no en abstracto,sin duda, sino en el contexto de aplicación de dicho enunciado, para concluir, por ejemplo, que no puede ingresar un automóvil, pero sí el cochecito a pedales que conduce un niño. Más típico aun es el ejemplo del enunciado “Prohibido el ingreso con perros”, puesto a la entrada de una estación de ferrocarril, el cual, debidamente interpretado, podría justificar la decisión del jefe de estación consistente en impedir a alguien el ingreso con un tigre o un elefante, del mismo modo que el enunciado “Prohibido el ingreso con animales”, por el cual podría optar el jefe de estación para no tener más discusiones con propietarios de tigres y de elefantes que pretenden entrar al recinto alegando que lo que llevan no es un perro, no podría justificar la decisión de esa misma autoridad de impedir el ingreso al poeta del pueblo que circula por los andenes con una mariposa posada en uno de sus hombros o al entomólogo que lleva en uno de sus bolsillos una cajita de fósforos con un pequeño insecto. Un enunciado normativo de otro carácter –por ejemplo, religioso-, tal como “Ama a Dios y al prójimo como a ti mismo”, obliga también a establecer que significa allí “ama” y qué quiere decir “prójimo”.

Y, lo mismo que en los ejemplos anteriores, sólo cuando hayamos establecido esos significados tendremos propiamente la norma del caso. En este sentido, y hallándose por lo demás sustentado en el lenguaje, el derecho, según anticipamos en la descripción que nos encontramos analizando, es también algo “interpretable”. Justicia, por último, en cuanto el derecho coopera a ella, aunque no depende sólo de él que tengamos sociedades justas. Aristóteles decía que ni la estrella vespertina ni el lucero del alba son tan maravillosos como la justicia, mientras Sócrates certificaba la justicia como una cosa más preciosa que el oro. Pero el derecho, con ser un instrumento de justicia, no es suficiente para conseguir este fin, puesto que él depende también de los programas de gobierno, el sistema económico en aplicación, las políticas públicas, el crecimiento de la riqueza, y la mayor o menor sensibilidad que en cuanto a la distribución de la riqueza puedan tener quienes adoptan en la sociedad las decisiones colectivas o de gobierno.

Lo cual me permite decir, de paso, que, en mi visión del asunto, una sociedad justa no es sólo una sociedad de libertades, sino una en la que han desaparecido las desigualdades más notorias en las condiciones materiales de vida de las personas. Una sociedad justa es aquella donde no sólo están garantizadas las libertades de pensar, expresarse, reunirse, asociarse, emprender, sino aquella en la que todas las personas consiguen comer tres veces al día, donde “comer” no alude únicamente a alimentarse, sino a tener cubiertas las necesidades básicas de salud, vivienda, educación y vestuario. Así las cosas, cierta igualdad en las condiciones de vida de las personas, con ser un valor en sí mismo, es también condición para una real y eficaz titularidad y ejercicio de las libertades antes señaladas, puesto que poco o ningún sentido pueden tener éstas para quienes viven en condiciones de pobreza extrema o de indigencia. De ahí la importancia de esa clase de derechos humanos que llamamos derechos sociales, tales como el derecho a la asistencia sanitaria, a la educación, al trabajo, a una previsión oportuna y justa. Derecho al trabajo –digo-, pero también a un trabajo digno y a una remuneración y condiciones laborales justas, lo cual viene bien recordar en medio del campante neoliberalismo, de la degradación del trabajo en simple empleo y del obsesivo discurso a favor de una flexibilidad laboral que muchas veces, con el pretexto de incorporar jóvenes y mujeres dueñas de casa al mundo laboral, no pasa de ser una estrategia destinada a rebajar el costo del empleo, a facilitar antes los despidos que las nuevas contrataciones y, en definitiva, a poner todas las bazas del lado del empleador y ninguna del lado de los trabajadores.

 

Rawls distingue entre el concepto de justicia y las concepciones de ésta. El concepto se refiere a un balance apropiado entre reclamos competitivos y a principios que asignan derechos y obligaciones y definen una división apropiada de las ventajas sociales. Por su parte, las concepciones de la justicia son las que interpretan el concepto, estableciendo qué principios determinan aquel balance y esa asignación de derechos y obligaciones y esa división apropiada. Bobbio, de manera para mi gusto más clara, distingue entre justicia y teorías de la justicia, donde la primera sería el conjunto de valores, bienes e intereses para cuya protección o incremento los hombres recurren a esa técnica de convivencia a la que damos el nombre de derecho, y donde las segundas serían aquellas que emiten un pronunciamiento acerca de cuáles son o deberían ser, exactamente, esos valores, bienes o intereses en los que la justicia consiste.

Sólo para ilustrar las anteriores distinciones de Rawls y de Bobbio, mi planteamiento aquí sobre libertad e igualdad pertenecería al ámbito de las concepciones o teorías de la justicia antes que al del concepto de ésta, supuesto, claro está, que, en su manifiesta generalidad, tal planteamiento diera tanto como para constituir una concepción de la justicia.

Cuestión no poco importante, a propósito de las concepciones de la justicia, es la de si podemos fundar racionalmente el mayor valor de alguna de ellas sobre las restantes. Aquí se produce el dilema entre ciegos y soñadores, según la acertada imagen de Hart. Mientras los segundos califican de ciegos a quienes no creen en esa posibilidad, puesto que no serían capaces de ver la luz, los primeros replicarían que quienes sí creen están soñando. Personalmente, no tengo ningún problema en alistarme del lado de los ciegos, aunque con la siguiente salvedad: creer que no es posible en uso de la razón fundar el mayor valor de verdad de una determinada concepción de la justicia sobre las demás, incluida la propia, no equivale a carecer de una concepción de la justicia, ni a una renuncia a argumentar de algún modo a favor de la que se tenga, ni a

darle a ésta el mismo valor que damos a las que se le oponen. En este sentido, el relativismo –si quiere llamárselo así– no es lo mismo que indiferencia y ni siquiera que escepticismo moral. Sabiéndose falibles en sus creencias de orden moral, los ciegos son personas más cuidadosas. Avanzan despacio, a tientas, ayudándose de un bastón con el que examinan cada palmo del terreno, y no tienen ningún inconveniente en apoyarse también en el brazo del prójimo que les ofrece ayuda al momento de tener que aventurarse por las peligrosas avenidas de las opciones y decisiones morales. En este sentido, los ciegos son seres simpáticos y ciertamente menos peligrosos que los soñadores, quienes circulan por esas avenidas con gran seguridad y algo ofuscados por el hecho de que otros no vean la luz como ellos la ven, o creen verla.

Aunque lo peor son ciertamente los fanáticos, esa clase de soñadores que busca a los demás no para convertirlos a sus ideas ni para reprocharles que no las compartan, sino para eliminarlos. Ahora bien, si el derecho es un fenómeno cultural, lo es en tanto

utilizamos la palabra “cultura” en el sentido amplio que señalamos previamente, es decir, como todo aquello que el hombre ha agregado a la naturaleza, como todo aquello que el hombre ha colocado entre el polvo y las estrellas, como toda aquello que ha sido capaz de crear o de conformar con vistas a obtener finalidades de las más diversas. Pero la palabra “cultura” tiene también otros significados, bastante más restringidos o acotados que aquel sentido amplio que acabo de recordar, y con los cuales el derecho tiene también, o puede tener, algún tipo de relación, según he mostrado en la parte inicial del capítulo dedicado al tema de la cultura jurídica en mi libro “Filosofía del Derecho”.

Pero hay que tener presente también que el derecho no sólo tiene fines, sino también funciones, y es preciso no confundir aquellos con éstas, que es lo que acontece cuando a la hora de identificar las funciones del derecho se indican los fines de éste, o, al revés, cuando tratando de señalar cuáles son los fines del derecho, lo que se hace es referir las funciones que el derecho cumple en toda sociedad.

Cuando uno se pregunta por la función de algo, por lo que se pregunta es por la tarea que ese algo cumple, por aquello que realiza según su condición, por lo que hace o ejecuta. Por su parte, la palabra fin alude al objeto a cuya consecución se dirige algo,  aquello para lo cual algo está en definitiva constituido. Cuando preguntamos por la función o por las funciones de algo –por ejemplo, del derecho–, preguntamos por lo que hace, en tanto cuando preguntamos por los fines preguntamos para qué lo hace.Tratándose del derecho, es preciso no confundir tampoco las funciones de las normas jurídicas con las funciones del derecho. Según sean los distintos tipos de normas, éstas mandan, prohíben o permiten. También hay normas que hacen otras cosas, por ejemplo, definir conceptos jurídicos, otorgar competencias para producir nuevas normas, interpretar normas, y derogar normas. En consecuencia, mandar, prohibir, permitir, otorgar competencias, definir, interpretar, derogar, pueden ser vistas como funciones que cumplen las normas jurídicas, aunque no se trata de las funciones que el derecho cumple como fenómeno cultural preferentemente normativo.

Reitero: preguntarse por las funciones del derecho es preguntarse por las tareas que éste cumple en general. Preguntarse por las funciones del derecho es preguntarse qué hace el derecho. En cambio, preguntarse por los fines del derecho equivale a preguntarse para qué hace el derecho lo que hace. Las funciones, en cuanto tareas, se demandan de todo derecho, mientras que los fines, en cuanto aportaciones o servicios del derecho, se esperan de todo derecho.

Concentrándonos ahora en una identificación de las funciones del derecho, sin lugar a dudas que la principal de ellas es orientar comportamientos, o sea, dirigir la conducta de los miembros del grupo social, valiéndose para ello de normas y otros estándares que pueden ser vistos como mensajes que tratan de influir en el comportamiento de las personas, estableciendo para ello sanciones negativas o consecuencias adversas para quien no cumpla con lo prescrito por las normas del derecho, y también sanciones positivas, llamadas premiales, que son consecuencias beneficiosas que el derecho imputa o vincula a la ejecución de ciertos comportamientos, como, por ejemplo, cuando otorga un subsidio a quienes consigan ahorrar una determinada cantidad de dinero con miras a la adquisición de una vivienda. En tal sentido, el derecho es un medio de control social, y, como tal, tanto puede resultar eficaz como no eficaz, que es otra de las palabras marcadas de nuestra descripción del derecho 

En efecto, y en tanto fenómeno normativo, o preferentemente normativo, el derecho aspira a conseguir eficacia, esto es, tiene la pretensión de que sus normas y demás estándares sean obedecidos por los sujetos normativos y aplicados por los órganos jurisdiccionales. Así, un derecho eficaz, visto globalmente, es aquel que, en los hechos, resulta generalmente obedecido y aplicado, o sea, aquel respecto del cual tanto sujetos normativos como órganos jurisdiccionales acostumbran comportarse de acuerdo a sus normas y demás estándares, mientras que una norma jurídica consigue ser eficaz en la medida en que, considerada aisladamente, es también habitualmente obedecida y aplicada. La eficacia, por tanto, es algo más que mero reconocimiento del ordenamiento jurídico o de la norma jurídica de la cual ella se predica. La eficacia es obedecimiento y aplicación reales, aunque no siempre ni en todos los casos, sino sólo en la mayoría o en la generalidad de éstos. La eficacia tampoco es adhesión al ordenamiento jurídico o a la norma de que se trate, sino puro y simple acatamiento de uno y otra, puesto que los motivos que lleven a éste pueden ser muchos y muy distintos de la adhesión.

Nunca constituirá un asunto menor y menos irrelevante investigar y examinar los motivos de la eficacia de un ordenamiento jurídico, de una institución jurídica en particular, o de una norma individualmente considerada, aunque, como tal, la eficacia es independiente de la mayor o menor jerarquía o nobleza de las motivaciones que expliquen el obedecimiento y la aplicación habituales por parte de sujetos normativos y de órganos jurisdiccionales.

Cuestión relevante, en fin, es la de la relación entre validez y eficacia de un ordenamiento jurídico o de una o más normas aisladas del mismo, un asunto respecto del cual me remito al capítulo pertinente de mi libro “Derecho, desobediencia y justicia”, aunque podría resumir mi parecer de la siguiente manera: la validez originaria de una norma jurídica es independiente de su eficacia, aunque si una norma válida no consigue ser eficaz, o habiéndolo conseguido pierde su eficacia, pierde también su validez, esto es, deja de formar parte del ordenamiento jurídico de que se trate. En cambio, la validez originaria de un ordenamiento jurídico –piénsese en el momento fundacional de un estado o en un orden constitucional que es resultado de un golpe de estado exitoso o de una revolución que triunfa–, su validez inicial depende de la eficacia que sea capaz de conseguir. Puesto de otra manera: puede tener sentido discutir si acaso una norma jurídica válida no eficaz pierde o no su validez, pero no lo tiene preguntarse si un ordenamiento jurídico que no es eficaz puede ser válido. Es por esto que, al menos en mi manera de ver las cosas, la llamada norma básica de Kelsen no es más que un disfraz normativo con que el autor viste el hecho de la eficacia de la primera constitución histórica de un estado o de una primera nueva constitución que sea producto de un golpe de estado o de una revolución que triunfan.

Otra función del derecho, tan importante como la anteriormente analizada, consiste en prever la ocurrencia de conflictos y establecer sedes y procedimientos para el encauzamiento, discusión y solución pacífica de éstos. Organizar y legitimar el poder social, en fin, es otra de las importantes funciones que cumple el derecho, para lo cual distribuye dicho poder entre diversos órganos y autoridades, estableciendo también los procedimientos a que estos órganos y autoridades tendrán que sujetarse cada vez que adopten decisiones en el ámbito de sus respectivas competencias.

Avanzando ahora un paso más en el análisis de nuestra descripción de derecho, dijimos también que éste constituye una realidad normativa, es decir, algo que consiste en normas, o que está compuesto por ellas, aunque puede surgir más de una complicación a la hora de establecer qué se entiende por normas de conducta. El mismo Kelsen y Hart tuvieron una disputa sobre la materia, en Berkeley, cuando el filósofo inglés del derecho visitó allí a Kelsen. Además, no se olvide que Hart inicia su libro “El Concepto de Derecho” diciendo que sobre el género de las reglas sólo tenemos ideas vagas y confusas. Pues bien, en ese encuentro con Kelsen, y ante un auditorio de mil personas, el jurista austriaco insistió en afirmar, una y otra vez, que el derecho era una realidad normativa, ante lo cual Hart le solicitó, también una y otra vez, que le explicara qué era una norma. Hasta que Kelsen, ya fuera de sí, respondió “¡Una norma es una norma!”. Y lo hizo en un tono de voz tan agresivo e inesperadamente alto en un octogenario –cuenta Hart- “que yo me caí hacia atrás en mi silla”.

Ha de tratarse, sin duda, de una de las pocas anécdotas divertidas que puede exhibir la historia de la filosofía del derecho. Pero fíjense ustedes: Hart aclara bastante el concepto de regla de conducta en su libro antes mencionado, mientras que la voluminosa obra póstuma de Kelsen, titulada “Teoría general de las normas”, está dedicada a similar tema. Allí están también las aportaciones de Von Wigth al mismo asunto.

Y en las páginas iniciales de su libro “Teoría pura del derecho”, luego de distinguir entre naturaleza y sociedad, Kelsen se ocupa también de diferenciar, correctamente, las normas de conducta de las leyes de la naturaleza. No poco debemos también en materia de teoría de las normas a autores como Eugenio Bulygin, Carlos Alchourrón y Daniel Mendonca. Pero el derecho es un fenómeno sólo preferentemente normativo–un adverbio que tomo también de Hart–, y con el cual quiere decirse que en el derecho hay también otros estándares, distintos de las normas y que no funcionan como normas, tales como principios y valores, los cuales, por lo demás, cobran cada vez mayor importancia teórica y práctica. Por lo demás, lo que en el derecho tomamos muchas veces como normas, esto es, como directivas para nuestra conducta, corresponden a algo distinto, como es el caso de aquellos enunciados normativos que

definen conceptos, que es lo que ocurre, en el caso del Código Civil chileno, con aquellos enunciados que definen los conceptos de “ley”, “domicilio”, “posesión”, u otros. Para referirse a este y otros tipos de enunciados jurídicos que, propiamente hablando, no orientan ni dirigen comportamientos, Kelsen, como es sabido, habla de “normas no independientes”.

 

Sin embargo, el derecho no es preferentemente normativo sólo por razón de que entre sus enunciados los hay algunos que no responden a la noción de norma de conducta, sino porque también forman parte de él estándares distintos de las normas, tales como principios y valores. El derecho, por valerme aquí de la expresión que emplean Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero no es de una pieza, sino que está hecho de varias “piezas”. Las piezas más relevantes y visibles son las normas, pero hay también otras piezas en el derecho, como los ya mencionados principios y valores, que no son normas, que tampoco funcionan como normas, y que han adquirido creciente importancia en los distintos procesos de argumentación jurídica.

Más allá de la rica discusión doctrinaria acerca de la diferencia entre normas y principios jurídicos, y entre éstos y valores superiores de un ordenamiento jurídico determinado, lo mismo que sobre las funciones que cumplen en el derecho las normas, los principios y los valores, lo cierto es que en los tres casos se trata de estándares que forman parte del derecho, que son intrajurídicos, o intrasistemáticos. No obstante que de los valores superiores de un ordenamiento jurídico podría decirse que son previos a la constitución que los declara, lo cierto es que interesan en la medida que son consagrados por ésta, de manera que lo que se puede afirmar es que ellos son preconstitucionales, mas no supraconstitucionales. Preceden al texto constitucional, es cierto, pero no están sobre el texto constitucional, y su presencia en éste sugiere –atendido el papel que cabe atribuir a los mencionados valores superiores– que lo que el derecho deba ser puede quedar explicitado, en alguna medida –por general que sea–, por el propio derecho que es, por el derecho que llamamos “positivo”.

Y me refiero aquí, por cierto, a principios jurídicos, sea que los haga explícitos o se hallen implícitos en el ordenamiento jurídico de que se trate, y no a principios extrajurídicos ni menos suprajurídicos, como también a valores superiores del ordenamiento jurídico y no superiores al ordenamiento jurídico, los cuales, como acontece con el orden constitucional español, son mencionados expresamente por éste.

El derecho se halla también sustentado en el lenguaje. Todavía más: él puede ser visto como una modalidad de uso directivo del lenguaje, que es aquél que hacemos de éste cada vez que queremos guiar, orientar, influir o dirigir la conducta de otro. Para advertir la relación entre derecho y lenguaje, me remito a mi libro “Introducción al derecho” aunque con una advertencia: el derecho no es lenguaje, pero tampoco existe fuera de éste. Y por hallarse sustentado en el lenguaje, y por ser el lenguaje vago y en ocasiones equívoco, el derecho, tal como señalamos antes en este trabajo, es interpretable, o sea, es objeto de interpretación, una operación que por lo común no conduce a la fijación del correcto sentido y alcance del material normativo interpretado, sino a varios posibles sentidos y alcances no coincidentes entre sí. Y si el derecho es interpretable, lo es con miras a su aplicación, directamente en el caso de los jueces e indirectamente en el caso de los juristas.

Pero el derecho, con ser interpretable, es también argumentable. Sobre el derecho se discute y, por tanto, se argumenta. Es lo que hace el Presidente de la República en la exposición de motivos del proyecto de ley que envía al Congreso Nacional para su discusión y posterior aprobación. Es lo que hacen los legisladores cuando expresan en comisiones o en la sala donde se votan las leyes por qué concurren a la aprobación de una de ellas. Es lo que hace también un juez cuando da razones que justifican la sentencia dictada en un caso dado. Es lo que hacen los abogados, los fiscales, los defensores públicos, cuando presentan pruebas y alegan en cortes y en tribunales. Y es lo que hacen los juristas, en sus lecciones orales y en los libros de que son autores, cuando identifican un derecho vigente, cuando lo interpretan, cuando lo sistematizan, facilitando su difusión, su conocimiento y su aplicación por autoridades normativas tales como jueces, legisladores o funcionarios de la administración. Entonces, si el derecho es argumentable, hay distintas sedes en las que tiene lugar la argumentación jurídica, y la pluralidad de tales sedes no debe quedar oscurecida por la mayor visibilidad que tiene el razonamiento judicial, es decir, aquel razonamiento jurídico que tiene lugar en sede judicial.

Lo anterior es particularmente visible en el caso de las decisiones normativas que adoptan los jueces, puesto que ellas deben hallarse siempre justificadas. De un juez se espera que decida, pero que decida con arreglo a razones, a argumentaciones de tipo justificatorio que consigan que lo resuelto parezca correcto o plausible a ojos del propio juez y de las audiencias que rodean a éste: las partes, los abogados de las partes, sus mismos colegas de profesión, los tribunales superiores, y la comunidad jurídica en general. No se trata de que los jueces deban fallar mirando la cara de esas audiencias, esto es, que deban resolver los asuntos que se les someten tal y como tales audiencias esperan que resuelva, sino de dotar a sus sentencias de razones que las justifiquen, única manera, además, de que pueda ejercerse un debido control de las decisiones judiciales más relevantes. Un juez no puede imponer meramente una decisión (“Visto, se confirma”). Tampoco puede limitarse a explicar una decisión (“Visto lo dispuesto en el artículo x de la ley y ,se confirma”). Un juez tiene que justificar sus decisiones, esto es, dar razones suficientes a favor de lo que decide. Como he escuchado decir a Manuel Atienza, en tal sentido la exigencia de justificación de las decisiones judiciales es una garantía contra la corrupción y contra la ignorancia, es decir, contra la maldad y contra la estupidez.

El derecho, asimismo, regula su propia creación, aunque quizás resulte más propio decir producción, puesto que, además de las normas de deber u obligación que pesan sobre los sujetos normativos, todo ordenamiento jurídico, valiéndose de las así llamadas normas de competencia, establece quiénes, valiéndose de cuáles procedimientos y con qué límites de contenido, se encuentran autorizados para producir normas y otros estándares jurídicos, o sea, quiénes, a través de cuáles procedimientos y con qué límites de contenido se encuentran facultados para introducir nuevas normas al ordenamiento, así como para modificar o dejar sin efecto las ya existentes. En tal sentido, el derecho es un orden normativo dinámico, con la consecuencia de que la validez de sus normas, esto es, la existencia y obligatoriedad jurídica de éstas, depende antes de su pedigrí que de su contenido.

Seguidamente, el derecho, en cuanto orden normativo que es, o preferentemente normativo, rige en sociedad. Sea que se la estime una institución natural (como Aristóteles) o convencional (como Hobbes y Rousseau), sea que se la considere fruto de un pacto que puso término a un estado previo de naturaleza de inseguridad, de desamparo, de guerra de todos contra todos (Hobbes) o a un estado de naturaleza caracterizado por la paz, la abundancia y el bienestar (Rousseau), lo cierto es que vivimos en sociedad. En otras palabras, y valiéndonos aquí de un viejo aforismo, donde hay hombres hay sociedad, así como donde hay sociedad hay derecho. Y decir que vivimos en sociedad, amén de compartir unas mismas reglas de conducta, equivale a comprobar que vivimos en relaciones recíprocas y estables de intercambio, de colaboración, de solidaridad y de conflicto. Lo cual nos permite anotar, de paso, que el conflicto no es una patología social, una anormalidad, sino algo inseparable de la vida en sociedad. Patológico o anormal sería que no dispusiéramos de instancias y procedimientos institucionalizados donde radicar y resolver los conflictos de manera pacífica, lo cual constituye una de las funciones más importantes del derecho. Como anormal nos parecen también, siguiendo en esto a Paul Ricoeur, el conflicto a cualquier precio y el acuerdo a como de lugar. La primera de esas dos actitudes –piénsese en el Chile de los primeros tres años de la década de los 70 del siglo pasado– consiste en provocar, avivar y agudizar conflictos sin ponerse límites ni fijarse en las consecuencias, mientras que la segunda consiste en temer y evitar el conflicto, o en superarlo en el más breve plazo y a través de apresuradas negociaciones, aun a costa de los principios que se puedan tener acerca de la cuestión en disputa (piénsese ahora en el Chile de la década de los 90 del siglo XX).

Vivir en sociedad significa, según dijimos, hacerlo en medio de relaciones de conflicto, como los que se producen, por ejemplo, entre empresarios y trabajadores, o entre los herederos del causante, o entre marido y mujer en el momento en que uno de ellos pide el divorcio que el otro no quiere. Pero significa también hacerlo en relaciones de intercambio, como cuando compramos algo que otro nos vende, y de colaboración, como son las que tienen lugar entre profesores y estudiantes con motivo de la enseñanza universitaria, y de solidaridad, en fin, como son las relaciones que se dan entre quienes financian una institución privada de ayuda o asistencia social y los necesitados que acuden a ella.

Por último, la coercibilidad, de todas las características que posee el derecho como orden normativo, es aquella que tiene mayor capacidad identificatoria respecto del derecho y la que, a la vez, permite diferenciarlo con mayor nitidez de otros órdenes normativos. Se dijo ya antes en este trabajo en qué consiste la coercibilidad y cómo es que el derecho, junto con prohibir el uso de la fuerza, reserva ésta para sí. Una característica, huelga decirlo, que no puede ser confundida con la coacción ni con la sanción, porque, según vimos, ella designa tan sólo la legítima posibilidad que el derecho tiene de auxiliarse de la fuerza socialmente organizada, mientras que la coacción designa el hecho cumplido de la fuerza, el hecho de haberse efectivamente aplicado ésta, y la sanción, por su parte, consiste en la precisa consecuencia jurídica desfavorable que debe seguir en caso de infracción del derecho. Coacción y sanción pueden fallar en la experiencia jurídica, pero la coercibilidad, en cuanto posibilidad del empleo de la fuerza, siempre está presente.

Además, si el derecho cuenta con la legítima posibilidad del empleo de la fuerza –y me refiero aquí a la fuerza en sentido físico, no psicológico– no es para imponer las conductas que exige como debidas, ni para impedir aquellas que declara prohibidas, sino para aplicar las sanciones que deban seguirse en caso de que una conducta debida deje de ejecutarse o de que una prohibida se lleve no obstante a cabo por algún sujeto normativo. Con otra salvedad, a saber, que no siempre es necesario aplicar una sanción valiéndose de la fuerza, como sería el caso, por ejemplo, del deudor civil que para evitar la ejecución forzada de una obligación cumple ésta voluntariamente y paga asimismo las multas del caso una vez que un juez ha declarado la existencia de la obligación y la procedencia de tales multas. En consecuencia, la fuerza que emplea el derecho, cuando la emplea, no es cualquier fuerza, sino una fuerza institucionalizada. De partida, el derecho establece en qué casos o hipótesis podrá ejecutarse un acto de fuerza contra un sujeto normativo. Seguidamente, el derecho indica el órgano al que hay que pedir que declare la procedencia de un determinado acto de fuerza contra alguien, estableciendo también el procedimiento que ese órgano debe observar para declarar u ordenar el acto de fuerza de que se trate. Y en cuarto término, el derecho fija también la medida de fuerza que podrá aplicarse en cada caso.

El derecho se vale de la fuerza, más aun, monopoliza con éxito tal uso al interior de la sociedad, pero no por ello se confunde con la fuerza. La aplicación coactiva del derecho puede parecerse a una banda de ladrones, pero el derecho no opera como una banda de ladrones. Y nadie mejor que Ihering ha graficado la relación a la par que la diferencia entre derecho y fuerza, recurriendo para ello a la clásica figura de una mujer que en una de sus manos sostiene una balanza, mientras en la otra blande una espada. La balanza sin la espada es el derecho en su impotencia, inerme, incapaz de imponerse, mientras que la espada sin la balanza es la fuerza bruta. De modo que el derecho no reina verdaderamente sino allí donde la fuerza empleada para manejar la espada iguala a la habilidad con que se sostiene la balanza.

En términos más familiares para los juristas de nuestros días, podría decirse que la espada sin la balanza es esa “banda de ladrones” a la que aluden autores como Kelsen y Hart, la cual, por mucho que sea su parecido con éste, no puede ser confundida con el derecho. El derecho, con ser una organización de la fuerza, no es lo mismo que la fuerza ni que cualquier otra forma de organización de la fuerza. Ahora bien, que el derecho sea definido en medida importante sobre la base de la coercibilidad, expone a la crítica de Finnis que Brian Bix recuerda en el número 25 de Isonomía.

Esa crítica, dirigida a Kelsen, acusa a éste de definir el derecho sobre la base de ese “mínimo común” que es la coercibilidad, en circunstancias de que lo que debería hacerse es definirlo sobre la base de descubrir lo que sería su “instanciación más madura o completa”, aun cuando algunos, o quizás muchos sistemas jurídicos, no tuviesen todas las características de dicha instanciación. Personalmente, pienso que nada impide soñar con mundos mejores, aunque nunca está mal partir por comprender bien el mundo que tenemos. Cómo debería ser y funcionar el derecho es una pregunta no sólo legítima, sino siempre abierta, aunque no tendría que reemplazar a la que inquiere acerca de cómo es y cómo funciona el derecho.

Artículo publicado en la revista ISONOMÍA No. 27 / Octubre 2007

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