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Derecho y algo más

Justicia, Derecho y Fútbol. Primera parte.

¿Qué es lo que tratamos de expresar cuando afirmamos que un equipo de futbol ganó justamente? Lo primero que se nos viene en mente es quizá que ese equipo mereció ganar; es decir, que hizo más méritos futbolísticos para que tal cosa sucediera. El problema de contestar de esa manera, es que ese planteamiento nos lleva a una segunda interrogante igualmente problemática: ¿Qué debe entenderse por méritos futbolísticos? ¿Es mejor o tiene más mérito el equipo más ofensivo? ¿Es mejor o tiene más mérito el equipo que tiene mayor posesión de balón? ¿Es mejor o tiene más mérito el equipo que mejor se defiende?

Es interesante esta reflexión porque si aceptamos que el objetivo del futbol es ganar en el tiempo reglamentario marcando más goles que el rival,  para ser congruentes con ese objetivo, estaríamos obligados a aceptar, en principio, que aquel equipo que hizo más goles es el que jugó mejor;  sin embargo, las cosas, según los expertos, no parecen ser tan sencillas. Al parecer es posible que el equipo que desarrolló un mejor futbol en términos estéticos [según lo que cada experto entienda por tal cosa], no termine ganando el encuentro. Entonces frases como: “Ganó no quien lo mereció, sino quien metió la pelota en la portería”, sí tendrían cierto sentido.

Esta racionalización tiene presente una idea clara pero contraintuitiva. Jugar bien futbol, a veces y solo a veces, nada tiene que ver con acertar a la portería. Pero, ¿en realidad es esto posible? ¿Puede válidamente afirmarse que un equipo jugó mejor que otro aunque no cumplió con el objetivo último y único del juego? Pues tal parece, según los expertos, que esto en ocasiones sí es posible.

Ahora bien, si nos detenemos a analizar un poco el razonamiento que está detrás de esta forma pensar por parte de los conocedores del futbol, es posible dar cuenta que lo que en el fondo están intentando expresar es que existen varias maneras de ganar un partido de futbol. Pero que hay algunas formas mejores que otras. De manera que no basta solamente con ganar, sino que es preciso hacerlo bien; es decir, las formas, para algunos, son algo así como parte del fondo. Incluso hay quien piensa que en ocasiones la manera en que un equipo encara un juego es tan vistosa o estéticamente plausible que el resultado del propio partido puede pasar a un segundo plano.

Bien, dejemos por un momento esas reflexiones hasta aquí y volvamos a la pregunta inicial ¿Qué es lo que tratamos de decir cuando afirmamos que un equipo de futbol ganó justamente? Otra respuesta que se puede aventurar a esta interrogante es que en ocasiones lo que se trata de expresar cuando decimos que un equipo ganó justamente es que lo hizo sin que el resultado se viera afectado por una incorrecta o deficiente aplicación del reglamento de juego. Esta circunstancia la podemos ver con mayor claridad desde un plano de observación negativo; desde ahí pueden formularse reproches como: “ganó injustamente porque no se le cobró un penal”; “El gol fue mal anulado porque no estaba en fuera de juego”; “la pelota entró en la portería por lo que el gol debió contar en el marcador”. En todos estos casos, es posible afirmar racionalmente que la victoria fue injusta. Nadie discutiría una afirmación así ¿o sí?

En principio podría pensarse que quien acepte las reglas de juego y se comprometa con ellas independientemente de sus preferencias o gustos por tal o cual equipo tendría que aceptar que la victoria se vio manchada por un error arbitral, por lo que si bien hay un ganador, no es en realidad un justo ganador. Por otro lado, también habría quien podría afirmar que incluso con error arbitral y todo, la victoria fue justa. Seguramente quien así piense no entenderá por justicia futbolística ganar siguiendo las reglas de juego, sino jugar con un mayor mérito estético. Esas personas podrían afirmar por ejemplo: “Es verdad que hubo un error arbitral, pero de cualquiera manera mereció ganar ese equipo, por lo que es justo vencedor”.  

Como se observa, es interesante que haya quien sostenga que jugar mejor puede no tener nada que ver con lograr el objetivo del propio juego. Visto el juego de esa manera entonces el deporte se vuelve un juego de apreciación, como por ejemplo: el Boxeo. Lo curioso es que puede ser ininteligible llevar este tipo de reflexiones a otras disciplinas deportivas como por ejemplo la Formula 1. Difícilmente alguien aceptaría que un piloto fue superior a los demás aunque llegó en último lugar sólo porque su forma de conducir es más estética, agrada más. O que un taekwondoin es mejor porque sus movimientos son más estilizados aunque no haya conseguido asestar un sólo golpe. La estética, parece ser, que sólo hace sentido predicarla en función del objetivo final del propio deporte. Pueden ser mejores los movimientos del taekwondoin, pueden ser mejores las maniobras del piloto, pueden ser mejores las tácticas de cierto equipo de futbol, pero esto no implica que su actuación, tomada en su conjunto, pueda considerarse mejor que la del rival.

Si tratamos de llevar estas reflexiones al campo del Derecho nos topamos con aspectos interesantes. ¿Por qué en ese ámbito es inteligible afirmar que en ocasiones quien actúa siguiendo normas jurídicas está actuando de manera injusta? ¿Qué diferencía las normas jurídicas de las normas del futbol como para que mientras en el juego quien siga las reglas hará lo justo, en el Derecho esto a veces no suceda?

La respuesta que de manera intuitiva surge es que se tratan de normas distintas; sin embargo, no parece claro en qué estribarían las diferencias. ¿Por qué seguir las reglas del futbol necesariamente implica ser justo vencedor y por qué en cambio seguir las reglas del Derecho no necesariamente implica comportarse de manera justa?

Una respuesta sería que mientras las reglas del futbol son todas justas. Las normas jurídicas no lo son, o por lo menos no todas ellas. Sin embargo, esa diferenciación se desvanece al dar cuenta que tampoco todas las reglas del futbol son justas. Por ejemplo, difícilmente podría predicarse la justicia de la regla que indica que tocar el balón con la mano dentro del área es falta si el movimiento del jugador es deliberado. Esa regla parece que toma como elemento importante de la infracción el ánimo o solvencia moral del jugador y no así que se haya entorpecido el juego; lo cual no tendría ningún reproche si no fuera por el hecho de que dentro del futbol hay muchas faltas que se señalan por imprudencia; de manera que si el reglamento fuera justo o por lo menos congruente, esas faltas no deberían ser marcadas en tanto no estaría clara la intención de agredir. ¿Qué diferencía tocar el balón con la mano por imprudencia, a dar un golpe en la pierna al contrario por las mismas razones? En principio parecería que nada; sin embargo, mientras esta última acción de juego debe señalarse como infracción [incluso bajo ciertas circunstancias puede ser merecedora de expulsión], en cambio aquella otra no.

Eso, en el Derecho sería asimilable a una antinomia impropia que parte de la doctrina ha dado en llamar de valoración. Esta clase de antinomias se manifiestan cuando el legislador crea dos normas cuyas consecuencias jurídicas resultan por comparación incongruentes axiológicamente. Por ejemplo, sería una antinomia de valoración si el legislador sancionara de manera más severa una bofetada que una lesión con arma blanca.

¿Qué es entonces lo que diferencía las reglas del futbol a las normas jurídicas? Otra respuesta que podría aventurarse es que en el futbol, hay al menos dos perspectivas para predicar la justicia o la injusticia del juego. Una perspectiva que podríamos llamar formal, y otra a la que denominaremos axiológica. Desde la perspectiva formal, ganar con justicia necesariamente implica marcar más goles que el rival respetando todas las reglas del juego. Desde esta perspectiva, las únicas controversias posibles serían aquellas que en Derecho se conocen como de clasificación. Por ejemplo, aunque entre los  jugadores no habría problema en aceptar que constituye una falta y merecedora de tarjeta amarilla cortar el avance del rival, sí pudiera dar lugar a controversia determinar si una conducta concreta, verificada en el contexto del propio juego, puede entenderse o no como entorpecedora de la actividad ofensiva del oponente; es decir, desde la perspectiva formal, la regla en principio no es problemática, problemática es la clasificación de los hechos, esto es, la conclusión de que los hechos verificados son los mismos descritos por la regla de juego.

En cambio, desde la perspectiva axiológica, una victoria justa no implica marcar más goles que el rival respetando todas las reglas del juego, sino aquella que se obtiene de manera meritoria; es decir, respetando ciertos valores que se consideran relevantes principalmente relacionados con la esteticidad del juego como lo sería, el volumen de pases entre los jugadores o la vocación ofensiva del equipo.

En el Derecho la cuestión podría ser similar.     

Directrices en relación con los sistemas procedentes para el cumplimiento de la suspensión del acto reclamado, en la ley del Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Estado de Baja California y la Ley del Tribunal Estatal de Justicia Administrativa de Baja California.

Conforme a la Ley del Tribunal[1], existen dos sistemas para hacer cumplir el auto en el que se concede la suspensión del acto reclamado. Por un lado, uno que pudiera denominarse básico u oficioso encaminado directamente al cumplimiento de ese auto y, por el otro, uno que implica el desacato de la autoridad por exceso o defecto en su ejecución, el cual podría denominarse rogado.

El sistema oficioso o básico se encuentra normado en el artículo 36 de la Ley del Tribunal en relación con el numeral 88 último párrafo de ese mismo cuerpo normativo. Por su parte, el sistema rogado se encuentra previsto en los artículos 92 y 93 y se substancia a través del recurso de Queja. 

Por tanto, dado que ambos sistemas son concurrentes y pueden funcionar paralelamente, es fácil confundirlos; por esta razón es preciso distinguirlos para dejar en claro la lógica y congruencia de la Ley del Tribunal respecto del cumplimiento del auto que concede la suspensión del acto reclamado.

Como antes se señaló, el sistema básico u oficioso se encuentra normado en el artículo 36 de la Ley del Tribunal en relación con el numeral 88 último párrafo de ese mismo cuerpo normativo. El artículo 36 de la Ley del Tribunal establece que para hacer cumplir sus determinaciones las Salas pueden hacer uso de diversos medios de apremio y medidas disciplinarias.[2] Por otra parte, en el último párrafo del artículo 88 de la Ley del Tribunal, el legislador estableció que las autoridades pueden ser sujetas de una sanción cuando no cumplimenten en sus términos la suspensión que se hubiere decretado respecto del acto reclamado en el juicio.[3]

De manera que, conforme al análisis sistemático y armónico de los artículos antes citados es posible establecer que las Salas pueden hacer cumplir el auto que concede la suspensión del acto reclamado a través de los medios de apremio conducentes e, incluso, el Pleno del Tribunal cuenta con la posibilidad de decretar la destitución de la autoridad responsable cuando persista en una actitud contumaz sin cumplimentar en sus términos ese auto. 

Por tanto, con sustento en los artículos anteriores y en función del principio de celeridad procesal que emana del artículo 17 de la Constitución Federal, si una vez notificada la autoridad responsable del auto que concede la suspensión no se logra su cumplimiento, las Salas de oficio o a instancia de parte, deben requerirla nuevamente amonestándola y previniéndola que, en caso de renuencia, se le impondrán los medios de apremio conducentes, pudiendo incluso llegar a darse el caso de que el Pleno decrete la destitución del servidor público responsable en términos del artículo 88 de la Ley del Tribunal.

Como se aprecia, este primer sistema se encamina directamente al cumplimiento del auto que concede la suspensión; puede considerarse de oficio en la medida en que no necesita promoción del particular -aunque no se excluye esa posibilidad-; opera fundamentalmente para los casos de incumplimiento o violación de la suspensión[4]; y culmina ya sea con la destitución del funcionario público por desacato o bien, con el cumplimiento de la suspensión en sus términos.

Por su parte, el sistema rogado se encuentra previsto en los artículos 92 y 93 de la Ley del Tribunal y se materializa a través de la interposición del recurso de Queja.[5] En esos preceptos se precisa que ese recurso procede en contra de los actos de las autoridades demandas por exceso o defecto en la ejecución del auto que haya concedido la suspensión del acto reclamado; que dicho recurso deberá interponerse dentro del plazo de cinco días siguientes a la notificación de la resolución que se pretenda recurrir;  que una vez interpuesto el recurso, el Pleno requerirá a la autoridad para que presente el informe con justificación dentro del plazo de tres días; y que una vez transcurrido ese plazo se resolverá lo conducente.

De lo anterior es sencillo colegir que este segundo sistema no tiene por objetivo primario o directo lograr el cumplimiento de la suspensión sino determinar si en su cumplimiento hubo un exceso o defecto por parte de la autoridad; por lo que para que se actualice, para que este sistema opere, necesariamente debe darse: a)un principio de actuación de la autoridad encaminado a cumplir la suspensión; y, b) que eventualmente ese principio de actuación sea susceptible de calificarse como defectuoso o excesivo.

Evidentemente el incumplimiento o la violación de la suspensión no pueden catalogarse como un cumplimiento defectuoso en modo alguno –no hacer lo ordenado o hacer lo prohibido por ningún motivo puede considerarse como actos encaminados al cumplimiento de la suspensión-. Por lo que en esos supuestos el recurso de Queja es simplemente improcedente.

Lo anterior significa que cuando a un particular le es notificado un acto o una resolución en virtud de la cual la autoridad pretende cumplimentar la suspensión, éste puede impugnarlo a través del recurso de Queja si estima que en su cumplimiento la autoridad fue más allá del alcance del auto que concedió la suspensión [lo cual podría catalogarse como un exceso en el cumplimiento] o, en su caso, si estima que la responsable dejó de cumplir en su integridad lo ordenado en dicho auto; es decir, omitió algo que le fue exigido [lo cual tendría que considerarse un defecto].

No pasa inadvertido que la Ley del Tribunal no define qué debe entenderse por exceso o defecto en la ejecución de la suspensión; sin embargo, cabe interpretarlos en función de su sentido literal o gramatical.  Así, el Diccionario de la Lengua Española define exceso como: “que va más allá de la medida o regla”; y por defecto entiende: “carencia de alguna cualidad propia de algo”-.

En el mismo tenor, los Tribunales del Poder Judicial Federal han venido interpretando estos dos vocablos. Ejemplo de esto último son las tesis de jurisprudencia de rubro: QUEJA POR DEFECTO O EXCESO EN EL CUMPLIMIENTO DE UNA EJECUTORIA DICTADA POR UN TRIBUNAL COLEGIADO DE CIRCUITO. CASOS EN QUE SE SURTE.[6] QUEJA POR EXCESO Y DEFECTO EN LA EJECUCIÓN DE LA SENTENCIA EN LA QUE SE CONCEDIÓ EL AMPARO. CUANDO EXISTE UNO U OTRO. [7]

Aunque las tesis de jurisprudencia citadas versan sobre el cumplimiento de las ejecutorias de amparo, sus razonamientos puden tomarse de referencia para este caso, dado que lo que aquí interesa es determinar únicamente el sentido y alcance de las expresiones exceso y defecto; vocablos que se interpretan en esos fallos de la siguiente manera:  existe exceso cuando la responsable no se ajusta al tenor exacto del fallo y se extralimita en su cumplimiento al ir más allá del alcance de la ejecutoria que concedió la protección constitucional, en tanto que hay defecto cuando la autoridad responsable deja de cumplir en su integridad lo ordenado en la ejecutoria, esto es, deja de hacer algo que se le ordenó en la resolución de cuya ejecución se trata.

Así, en caso de que con motivo de la suspensión la responsable haga más de lo que se le ordenó o menos de lo que es debido, el particular cuenta con cinco días para interponer el recurso de Queja a partir de que se le notifica la resolución o acto de la autoridad que pretende impugnar; esto conforme al último párrafo del artículo 92 de la Ley. La Sala, al recibirlo, debe acordarlo y remitirlo al Pleno para que éste substancie el procedimiento conducente y resuelva en definitiva la materia de la Queja. Si el Pleno considera que se cumplió con el auto de manera deficiente o en exceso, dejará sin efectos los actos o resoluciones que hubieren motivado la violación a la suspensión.

Es preciso señalar que en términos del artículo 92 tercer párrafo de la Ley del Tribunal, los actos emitidos por la responsable en vías de cumplimiento de la suspensión no pueden impugnarse hasta en tanto la Sala pronuncie la resolución correspondiente.

La intención del legislador al adicionar este párrafo a la ley,[8] fue evitar una sucesión interminable de recursos y constreñir al particular a impugnar todos hasta el momento en que la Sala haya valorado cada uno de ellos y se haya pronunciado al respecto en definitiva. Es ilustrativa de esto, la exposición de motivos de la iniciativa por virtud de la cual se adicionó el precepto en comento; la cual en su parte conducente se transcribe enseguida.[9]

“…Se modifica el artículo 92 de la Ley con el objeto de establecer que el momento procesal oportuno para promover el recurso de queja tratándose de actos concretos ejecutados por la autoridad responsable sea cuando la Sala correspondiente resuelva si se cumplió o no lo ordenado, ya que actualmente no se establece una restricción y por lo tanto puede impugnar los actos en vía de cumplimiento, lo que desde luego demora la culminación del juicio, ya que debe resolverse previamente estas impugnaciones, impidiendo a la autoridad responsable cumpla cabalmente con el principio de celeridad que impera en el procedimiento administrativo…”

Es importante aclarar que lo anterior no significa que en estos casos la materia de la Queja sea la resolución que emite la Sala. El párrafo en comento no dispone que la Queja es improcedente en contra de los actos en vías de cumplimiento -o que la resolución de la Sala es lo que habrá de impugnarse-; lejos de esto, lo que ese numeral establece es que esos actos son impugnables, sin embargo precisa que el momento procesal oportuno para ello lo es hasta en tanto la Sala emita la resolución correspondiente.

Como se aprecia de la exposición de motivos, el objetivo perseguido por el legislador al adicionar el párrafo en comento, fue establecer y definir el momento procesal en que deben impugnarse los actos emitidos por la autoridad en vías de cumplimiento. Lo cual significa que la materia de la Queja es siempre la misma: los actos de las autoridades demandadas. En todo caso lo que varía es el momento para impugnarlos según se trate de resoluciones o actos dictados en vías de cumplimientos o no.

 Vale la pena hacer esta aclaración dado que no es difícil confundir este supuesto normativo y entender que en ciertos casos la materia del recurso de Queja lo es la resolución de la Sala. De la exposición de motivos es posible advertir que la intención del legislador nunca fue esa. Además el propio texto de la Ley en su literalidad lo deja en claro. La Queja es un recurso contra actos de las autoridades demandas. Por eso es a ellas a quien se les pide el informe con justificación, y es a ellas a quien puede multarse en caso de falta o deficiencia de ese informe.[10]

No debe perderse de vista que en la Queja no se valora propiamente si se cumplió o no con la suspensión [esto es algo que le corresponde a las Salas conforme al primer sistema]. En la Queja lo que se estudia es si una vez efectuado un principio de actuación en aras del cumplimiento, éste puede catalogarse como excesivo o defectuoso [circunstancia que le compete determinar al Pleno].

De manera que si los actos o resoluciones son en vías de cumplimiento, el particular debe esperar a que la autoridad estime cumplida la suspensión y la Sala pronuncie la resolución que lo confirme. En cambio si los actos no son dictados en vías de cumplimiento, el particular debe impugnarlos al quinto día de que le fueron notificados.

Aquí conviene señalar que por actos o resoluciones en vías de cumplimiento debe entenderse aquellos que emita una autoridad a sabiendas que no tienen el alcance para satisfacer por sí mismos y a cabalidad la suspensión; esto en base a que la carga impuesta con motivo de esa medida cautelar es compleja; es decir, requiere más de una actuación para su cumplimiento, pero que sin embargo abona a tal propósito.[11]

Cuando la autoridad emite esta clase de actos, el particular no puede impugnarlos a través del recurso de Queja en cuanto le son notificados. Como antes se señaló, debe esperar a que la autoridad estime cumplida la suspensión y la Sala pronuncie la resolución que lo confirme. Es en ese momento que podrá impugnar todos y cada uno de los actos emitidos en vías de cumplimiento de la suspensión si considera que son defectuosos o excesivos respecto de los alcances de esa medida cautelar.[12]

De lo asentado hasta aquí se tiene que el cumplimiento del auto en que la Sala concede la suspensión puede lograse por medio de dos sistemas contemplados en la Ley; los cuales son independientes pero eventualmente pueden operar de manera paralela; el primero –oficioso- da lugar a la utilización por parte de la Sala de los medios de apremio; el segundo –rogado- implica para el Tribunal substanciar el recurso de Queja.

Tales sistemas pueden extraerse de una interpretación sistemática, histórica y literal de los artículos 36, 88 último párrafo, 92 y 93 de la Ley del Tribunal, y dan lugar a las directrices que enseguida conviene puntualizar:

1. Como rectora del proceso las Salas del Tribunal deben vigilar el cumplimiento de auto en que se haya concedido la suspensión del acto reclamado.

2. Si después de notificado el auto a la autoridad responsable no se logra su cumplimiento, las Salas de oficio o a instancia de parte la requerirá nuevamente amonestándola y previniéndola que, en caso de renuencia, se le impondrán los medios de apremio conducentes, pudiendo incluso decretarse la destitución del servidor público responsable en términos del artículo 88 de la Ley.

3. Si la autoridad cumple totalmente, la determinación de la Sala se debe entender satisfecha y por lo tanto también el interés del actor. En cambio si la autoridad realiza algún acto tendiente al cumplimiento pero la Sala da cuenta que sólo cumplió parcialmente, entonces seguirá requiriéndola hasta que la Sala considere cumplida totalmente la suspensión.

4. Con independencia de lo anterior y, de manera paralela, el particular puede interponer el recurso de Queja en contra de la resolución o acto por virtud del cual la autoridad pretende cumplir la suspensión siempre que considere que el cumplimiento fue excesivo o defectuoso.

5. El cumplimiento es excesivo si la autoridad fue más allá del alcance del auto que concedió la suspensión; en cambio es defectuoso, si la responsable dejó de cumplir en su integridad lo ordenado en dicho auto; es decir, omitió algo que le fue exigido.

6. El momento para interponer el recurso de Queja es de cinco días a partir de que la autoridad notifica la resolución o acto que se pretende recurrir. No es necesario que exista una resolución de la Sala sobre el cumplimiento para que proceda el recurso.

7. La regla anterior tiene una excepción. Si los actos o resoluciones son en vías de cumplimiento, el particular debe esperar a que la autoridad estime cumplida la suspensión y la Sala pronuncie la resolución que lo confirme para interponer el recurso de Queja.

8. Por actos o resoluciones en vías de cumplimiento debe entenderse aquellos que emita una autoridad a sabiendas que no tienen el alcance para satisfacer por sí mismos y a cabalidad la suspensión; esto en base a que la carga impuesta con motivo de esa medida cautelar es compleja; es decir, requiere más de una actuación para su cumplimiento, pero que sin embargo abona a tal propósito.

9. En ningún caso puede entenderse que la materia de la Queja es la resolución de la Sala que tiene por cumplida la suspensión. La materia de la Queja tratándose de suspensión, está constituida por los actos de las autoridades demandadas. En la Queja no se valorará propiamente si se cumplió o no con la suspensión [esto es algo que le corresponde a las Salas conforme al primer sistema], en la Queja lo que se estudiará es si una vez dado el cumplimiento, éste puede catalogarse como excesivo o defectuoso [circunstancia que le compete determinar al  Pleno].

10. Interpuesto el recurso, el Pleno requerirá a la autoridad responsable para que rinda el informe con justificación dentro del plazo de tres días. Transcurrido dicho plazo, el Pleno resolverá lo conducentes en el Plazo de cinco días.

11. Si el Pleno considera que se cumplió con el auto pero se hizo con deficiencia o en exceso dejará sin efectos los actos o resoluciones que hubieren motivado el incumplimiento de la suspensión en sus términos.


 

[1] Los sistemas para el cumplimiento de la suspensión del acto reclamado, están regulados de la misma manera tanto en la ley del Tribunal de lo Contencioso Administrativo del Estado de Baja California como en la Ley del Tribunal Estatal de Justicia Administrativa de Baja California. Por lo cual, cuando se hace referencia a la “Ley del Tribunal”,  de manera indistinta se hace alusión a cualquiera de estos dos cuerpos normativos.

[2] ARTÍCULO 36.- El Tribunal, para hacer cumplir sus determinaciones, podrá aplicar cualquiera de los siguientes medios de apremio y medidas disciplinarias: I.- Amonestación; II.- Multa de un mes de salario mínimo general vigente en el Estado. Si no se atiende el primer requerimiento, se impondrá multa equivalente a tres meses de salario mínimo general; en caso de persistir la desobediencia, se impondrá multa equivalente hasta un año de salario, y, III.- Uso de la fuerza pública. Los Magistrados del Tribunal en el ejercicio de sus funciones tienen el deber de mantener el buen orden y de exigir que se guarde el respeto y la consideración debidos, corrigiendo en el acto las faltas que se cometieren, haciendo uso de los medios de apremio y medidas disciplinarias que este artículo prevé.

[3] ARTICULO 88.- En el supuesto de que la autoridad demandada persista en su actitud omisa, el Tribunal solicitará al Titular de la Dependencia Estatal, Municipal u Organismo Descentralizado a quien se encuentre subordinado, para que conmine al funcionario responsable a cumplir con las determinaciones del Tribunal. Si no obstante los requerimientos anteriores no se da cumplimiento a la resolución, el Magistrado remitirá el expediente al Pleno, quien podrá decretar la destitución del servidor público responsable, excepto de que se trate de autoridad electa por voto popular, en cuyo caso se procederá en los términos de la Ley de Responsabilidades de los Servidores Públicos del Estado. Las sanciones mencionadas en este artículo, también serán procedentes cuando no se cumplimente en sus términos, la suspensión que se hubiere decretado respecto al acto reclamado en el juicio.

[4] La violación entendida en este caso como el dictado de actos en franca oposición o contravención de la medida cautelar.

[5] Se denomina rogado porque opera a petición de parte.

[6] Tesis: I.6o.T. J/64. 

[7] Tesis: V.2o. J/38.

[8] Este parrado fue adicionado a la Ley del Tribunal  por Decreto No. 213, publicado en el Periódico Oficial No. 9, de fecha 20 de Febrero de 2009, Tomo CXVI, expedido por la H. XIX Legislatura del Estado.

[9] La exposición de motivos puede  consultarse en la siguiente dirección electrónica: http://www.congresobc.gob.mx/contenido2/Transparencia/Transparencia/rrespuestas2012/760.pdf

[10] La doctrina al estudiar esta figura ha delineando su naturaleza jurídica de la misma manera. Por ejemplo Adolfo J. Treviño Garza en su “Tratado de Derecho Contencioso Administrativo” precisa: “…Se puede interponer [el recurso de Queja]  por actos que no son siempre del propio tribunal, sino de las autoridades demandadas que se vuelven contumaces  en no cumplir con las resoluciones que dicta el tribunal, ya sea en materia del cumplimiento de la suspensión o de la sentencia definitiva, y además, cuando el cumplimiento resulta ya sea defectuoso o en exceso. Las legislaciones que contemplan este recurso señalan que procede en los siguientes casos: Contra actos de las autoridades u organismos demandados, por exceso o defecto en la ejecución del auto que haya concedido la suspensión del acto reclamado…” Treviño Garza Adolfo J. Tratado de Derecho Contencioso Administrativo. Editorial Porrúa. México 2004. Tercera Edición. Página 258.

[11] Aquí también es procedente hacer una interpretación literal de este párrafo. De manera que para tales efectos debe acudirse al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. En ese documento se precisa que el enunciado “en vías de...” de ser entendido como: “En curso, en trámite o en camino de…”. Por tanto un acto será en vías de cumplimiento si la autoridad lo emite con ese propósito y con ello se encuentra en camino o en proceso de cumplir con la suspensión.

[12] El recurso de Queja estaba regulado de manera similar  en Ley de Amparo vigente hasta el año dos mil trece –procedía en contra de actos de las autoridades-. En su interpretación la Segunda Sala de la Suprema Corte de justicia estableció que ese recurso de era procedente en aquellos casos en que el particular  si bien consideraba que se dio cumplimiento a la suspensión, entendía que éste fue con exceso o defecto. Ejemplo de esto es la tesis de rubro: CUMPLIMIENTO DE EJECUTORIAS DE AMPARO. EVOLUCIÓN A PARTIR DE LA INTEGRACIÓN DE LA JURISPRUDENCIA 2a./J. 9/2001, DE LOS PRINCIPIOS QUE HA ESTABLECIDO LA SEGUNDA SALA DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN EN RELACIÓN CON LOS TRÁMITES, DETERMINACIONES Y MEDIOS PROCEDENTES DE DEFENSA. Registro: 169325. Tesis: 2a. LXXXIX/2008.

 

 

 

¿Cuán culpables creen que somos nosotros?


Mtro. José Mario Charles Garza


Mientras finalizaba mi educación preparatoria, intuía que mi educación profesional iba estar plagada de espacios donde sería posible confrontar cualquier producto intelectual; momentos donde solo sería valedero apostar por la verdad y la razón antes que en alguna falacia o mezquindad; en aquellos momentos –que ahora sé, eran de una profunda ingenuidad- creía que aquellos a los que iba a comprometerme a llamar maestros, iban a llevarme, a través de sus propios conceptos y reflexiones, nada más y nada menos que hacia el conocimiento, y no a cualquier conocimiento, sino solo aquel verdaderamente útil para la sociedad, -sino para qué otra cosa está la Universidad- pensaba entonces. Desafortunadamente, no fue así. Al poco tiempo de ingresar a la Universidad me di cuenta que el espacio idealizado como coliseo de ideas era en realidad, un recinto en donde se rendía culto a cualquier teoría de la misma manera que se hace con cualquier deidad en cualquier religión: por un acto de pura fe. Pocas eran las ideas que deambulaban por allí y de esas, la mayoría habían sido “secuestradas” a algún autor extranjero por uno mexicano con el suficiente tiempo y agudeza para hacer todo un tratado sin ninguna propuesta original. Y qué decir de los maestros; la mayoría me parecía que no eran más que malos glosadores; repetían y nos hacían repetir conceptos y teorías que ahora dudo hayan entendido perfectamente. Y así, en ese ambiente, mi espíritu adormeció; se me durmió esperando a que lo rescatara del infortunio que para él suponía haber hecho todo lo que un universitario debe hacer y sin embargo, no haber aprendido nada. Modulando una expresión de García Amado esta fase de mi vida podría resumirla así: nada aprendí, pero eso sí, lo hice muy bien.
Después, alejado de la Universidad y ya con motivo de mi ejercicio profesional, me di cuenta que si quería cambiar en algo las cosas debía regresar a las aulas, primero como alumno y luego como maestro. Y ahí es donde me topé con la otra cara de la realidad. Entré al salón de clases y los rostros de los muchachos dejaron ver lo que a la postre me confirmaron sus actitudes: apatía e indiferencia. Traté de evitar cometer los errores que me acordaba habían cometido mis maestros conmigo y entonces, los invité a pensar, y en su lugar me pidieron un concepto para anotar en su libreta; los forcé a dar razones a favor de una teoría y en cambio me pidieron un concepto para anotar en su libreta; les propuse resolver un caso en que aterrizar su conocimiento y en cambio me sugirieron un concepto para anotar en su libreta. Así llegó el día del examen. Les pregunté la solución de un asunto de especial relevancia en ese entonces y qué pasó: me recriminaron por no haberles preguntado el concepto que habían apuntado en su libreta. Esta otra fase de mi vida podría resumirla así: nada aprendieron de mí, pero eso sí, lo disimularon muy bien.
Quizá entonces esto signifique que ni todos los maestros en aquellos años, ni todos los alumnos ahora, deambulan por los pasillos de la Universidad distraídos, dispersos, pero infortunadamente me temo que muchos sí. Es lamentable que pervivan en la Universidad maestros que no se preocupen por su educación, pero quizá lo sea más, que pervivan maestros que preocupándose por su educación no se preocupen lo mismo por la de sus alumnos.
Por otro lado, también es desafortunado que existan alumnos que mientras descansan su cuerpo en los pupitres cuando entran en aulas, hagan también descansar su alma en algún lugar lejano en donde las palabras de los maestros no logren encontrarlos; todo esto solo para después reclamar con desfachatez la asistencia merecida por aguantar, una hora o más, un gesto en la cara que no deje al descubierto que justo en el momento propicio, abandonaron su cuerpo en los asientos mientras su intelecto corría apresuradamente a otro sitio, generalmente a uno, en donde ese intelecto nada diáfano pero si escurridizo pueda permanecer, esa hora o más, sin ser usado.
Estos alumnos, que me tempo no son minoría, están cayendo en lo que Hans Magnus definió como la mediocridad de un nuevo analfabetismo. “No les interesa la búsqueda de la verdad y mucho menos la coherencia en ella. Les fastidia leer y todo libro serio les parece aburrido. Estudian” por matar el tiempo y buscan afanosamente a los profesores “barco.”
Como resultado de esto, nuestras universidades se han convertido en un caos. Alumnos y maestros no nos damos cuenta que nuestra responsabilidad no se agota en el salón de clases, nuestra responsabilidad es con la sociedad que está ávida de buenos abogados que la ayuden en su problemas o por lo menos, que no la perjudiquen más de lo que ya estaba.
Quizá todo esto explique el porqué en la sociedad está enraizada la idea de que la abogacía es una profesión intrínsecamente inmoral. Muestra del recelo de la sociedad hacia los abogados es una composición que alguna vez tuve la ocasión de leer, decía esto: “La sociedad es así: El pueblo trabaja, el rico le explota, el solado defiende a los dos, el contribuyente paga por los tres, el vago descansa por los cuatro, el borracho bebe por los cinco, el banquero estafa a los seis, el abogado engaña a los siete, el médico mata a los ocho, el sepulturero entierra a los nueve y el político vive de los diez.”
Pues bien, si queremos que esta concepción cambie, debemos tomarnos en serio, cada uno de nosotros, nuestro rol en la Universidad. Actuar sin la soberbia o la egolatría que infortunadamente parecen ser los ropajes con que hoy en día se visten la mayoría de los maestros antes de recorrer los pasillos de la escuela. Actuar sin la pereza mental que se manifiesta en un buen número del alumnado.
Piénsenlo un poco, si en los juristas está el procurar que la sociedad viva fundada en el respeto a la justicia, no tomarnos en serio nuestro papel [alumnos o maestros] significa deshacer el lazo que nos une, que es precisamente esa justicia; significa convertirnos en artífices principales de una sociedad desconfiada, deshonesta y colérica; significa dilapidar por apatía, ignorancia o irresponsabilidad la armonía que debe prevalecer en nuestra convivencia. Porque como lo decía Protágoras, cuando la justicia se aleja de una sociedad, su lugar lo ocupa la violencia. Por tanto, si formamos parte una sociedad violenta, les pregunto: ¿Cuán culpables creen que somos nosotros?

Una decisión incongruente, mal argumentada.

EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL MEXICANO ANTE EL DISCURSO HOMOFÓBICO.

UNA DECISIÓN INCONGRUENTE, MAL ARGUMENTADA.

 

Por José Mario Charles Garza


  1.    Introducción.

La vanidad es el velo que cubre los ojos de la justicia, por lo menos eso es lo que parece indicar la actitud de algunos Tribunales Constitucionales que en su ansia de proyección mediática y vitoreo público, marcan su agenda político-judicial a través de forzar los casos que le son planteados, modulando los principios implicados y modificando las razones que les dieron origen.

Es común que estos Tribunales con tal de hacer uso de las teorías más novedosas del método jurídico, descompongan los argumentos esgrimidos por las partes, para después reconstruirlos con una nueva lógica, a fin de que respondan a un propósito predeterminado.

Un buen ejemplo de esto, es la sentencia de la Primera Sala del Tribunal Constitucional mexicano[1] que resolvió en definitiva el amparo en revisión número 2806/2012, por virtud del cual, se impugnó una resolución en la que se ponía en tela de juicio si expresiones homófobas con un significado emotivo altamente negativo, violentaban el derecho al honor de una persona o un grupo social generalmente discriminado a título colectivo como lo es el homosexual.

En su núcleo, esta sentencia tiene implícita una dificultad que MacCormick entendería como de clasificación[2], dado que, lo que en el caso concreto está en duda, es si determinadas expresiones emitidas en el marco de una columna periodística caen o no dentro del concepto que la propia Corte ha venido construyendo para identificar vocablos absolutamente vejatorios excluidos de protección constitucional. [3]

A partir del caso que le fue planteado, la Corte se pregunta si las expresiones homófobas son o no absolutamente vejatorias; porque de serlo, explica la propia Corte, su empleo aún en el marco de un debate periodístico [como sucedió en el caso en concreto], implicarían una violación intensa e irreparable del derecho al honor.

El Tribunal Constitucional termina concluyendo que, las expresiones emitidas por el columnista, son absolutamente vejatorias toda vez que: a) fueron emitidas en referencia a la homosexualidad no como una preferencia social válida dentro de una sociedad democrática, plural e incluyente, sino como un medio para hacer patente la animadversión, desprecio e intolerancia hacia un grupo social con tal preferencia; y, b) carecían de utilidad funcional en el discurso, es decir, eran innecesarias para reforzar la crítica articulada en la nota periodística.

Con motivo de esa conclusión, la línea argumental seguida en la sentencia cambia; de referirse originalmente a una dificultad de clasificación que implicaba responder a la  pregunta ¿son tales expresiones absolutamente vejatorias?, pasa a abordar una cuestión de ponderación, tomando como punto de partida la existencia de una confrontación típica entre el derecho al honor y el derecho a la libre manifestación de las ideas.

Ahora bien, lo interesante de esta resolución[4] mas allá de la ponderación de los principios en juego, es la manera en cómo está cimentada, así como el mensaje que finalmente envía al grupo social que intenta proteger. La línea argumentativa de esta resolución fue construida a partir la valoración del significado emotivo de dos vocablos; el problema es que esos dos vocablos son polisémicos y sin tomar nota de ello, la Corte edifica su resolución a partir de la acepción que implica una vejación, cuando el contexto fáctico y lingüístico en que tales expresiones fueron empleadas, parece indicar que la acepción manejada en la columna era otra.

Así, debido a que el primer eslabón de la cadena argumentativa construida por la Corte parte de un error, en tanto hay elementos para concluir que el columnista no dijo lo que el Tribunal afirma quiso decir, todos los razonamientos que le preceden terminan por palidecer al  quedar sin sustento.

Pero el problema de esta resolución no concluye aquí; al margen de lo anterior, la Corte afirma que cuando una persona señala a otra como homosexual provoca el desmerecimiento en la consideración ajena y a partir de este razonamiento, quizá sin darse cuenta, este Tribunal asienta una idea que no puede universalizarse: la homosexualidad es algo malo, de manera que llamar a alguien de esa manera implica una descalificación pública.

Como se aprecia, lo relevante en el análisis y valoración de la línea discursiva seguida por la Suprema Corte, está en los aspectos material y pragmático de su argumentación. Para ello será necesario establecer la manera en que están construidos cada uno de los argumentos de la resolución, pero de más valía, será analizar la pertinencia de las premisas que se usan y el mensaje que finalmente envían. Se hará también una valoración de la ponderación de principios que hace la Corte y  la aplicación de la fórmula del peso de Robert Alexy[5], usada como método para resolver el litigio.

Todo ello dará un buen panorama de la manera en que fue construida la resolución y dejará al descubierto que, para proteger a la comunidad homosexual ante expresiones vejatorias, la Corte forzó el caso que le fue planteado a tal grado que sus conclusiones terminaron por no ser congruentes con las posturas primigenias de las partes, así como tampoco con sus pretensiones.

Es pues interesante el estudio y análisis de esta resolución, ya que  al terminar de leerla uno termina con serias dudas sobre todo lo que en ella se ha dicho, pero al mismo tiempo, y lo que quizá sea más grave, uno acaba con dudas sobre si lo expresado, era en realidad lo que se tenía que decir.

2.      Antecedentes.

El veintiuno de agosto de dos mil trece el diario “Síntesis” [medio de comunicación con circulación en el Estado de Puebla, México], publicó una columna firmada por Erika Rivero Almazán. En ella, la columnista ponía en tela de juicio la probidad de varios integrantes del periódico “Intolerancia”, particularmente de Enrique Núñez Quiroz, en su calidad de Director General de ese periódico.

Esa columna titulada “El cerdo hablando de lodo”, fue publicada nuevamente por “Síntesis” durante varios días en el mes de agosto de dos mil nueve, junto con una nota titulada “¿Quién es Mario Alberto Mejía el quintacolumnista?”. Con motivo de ello, en una de sus contribuciones a la columna contracara del periódico “Intolerancia”, Enrique Núñez Quiroz escribió lo siguiente:

“Aunque seguramente usted ni se enteró, el inefable empresario Armando Prida inició una campaña para intentar blindar la sucia imagen que a los largo de los años ha creado en Puebla. En su afán de curarse en salud, el dueño de Síntesis declaró la guerra a los directores de los periódicos Cambio y el Columnista, por las supuestas difamaciones y calumnias escritas en esos medios en su contra. En medio de esa campaña, pasaron a raspar a través de viejas infamias y calumnias al Presidente Administrativo de esta casa editorial y a este columnista. Sin elementos probatorios, Síntesis recuperó una vieja columna escrita por Érika Rivero, quien desesperada inventó una absurda historia en contra de Rodrigo López Sainz y de un servidor. Esta Columna fue la base para toda la “campaña” que Prida emprendió en contra de quienes han hecho públicas sus fechorías. Las historias de Armando Prida no tienen desperdicio. Difícilmente existe en Puebla un personaje tan negro como el dueño de Síntesis. Ahora bien, periodísticamente este diario ha hecho el peor de los ridículos, retomando durante casi dos semanas la vieja columna de Rivero Almazán y los textos del libro “Prensa Negra” de unos de los reporteros más corruptos de los que se tenga memoria. Esos son los elementos que dieron los supuestos fundamentos para la campaña de Prida. Imagínese, dos semanas continuas repitiendo la misma columna publicada hace seis años. Así de grande fue la “campaña” periodística de Prida y Síntesis. ¡Pobres diablos! 

Las guerras periodísticas. Dicen que las guerras se ganan con parque. Y el parque de las guerras periodísticas es la información. Qué pena para Prida que su periodiquito y todos sus reporteros y columnistas no hayan podido reunir información suficiente para poder enfrentar una guerra de verdad. Columnas viejas, libros pagados, escritores pagados y columnistas maricones son los que Síntesis utilizó para una guerra que de antemano estaba perdida.

La antítesis de un columnista. La antítesis del columnista, la escribió ayer Alejandro Manjarrez en cara a Armando Prida, sin mayores elementos que las órdenes recibidas de su jefe. Pobre Alejandro, en su ocaso como columnista, tuvo que salir a una guerra donde su única arma es el hambre que lo lleva a arrastrase a los pies de su patrón. No se atrevió a dar nombres, ni citó las calumnias y mucho menos presentó pruebas contra nadie. Sin duda, Manjarrez definió los atributos que no debe tener una columnista: ser lambiscón, inútil y puñal.”

Derivado de lo anterior, el trece de agosto de dos mil diez, Armando Prida Huerta [fundador y Presidente del Consejo de Administración del periódico “Síntesis”] promovió un juicio ordinario civil en contra de Enrique Núñez Quiroz, solicitando una indemnización económica y  la declaración de que la columna en comento es ilícita, al contener graves imputaciones falsas, así como acusaciones sin fundamento alguno, siendo dolosa al externar una aversión que a su juicio le provocó un daño en sus sentimientos, decoro, honor, imagen pública, buena fama y reputación.[6]

El juicio llegó hasta la Suprema Corte de Justicia en revisión del amparo directo 2806/2012. En su sentencia, la Primera Sala resolvió que las palabras “maricones” y “puñal” utilizadas por Enrique Núñez Quiroz son manifestaciones homófobas, mismas que al conformar un discurso discriminatorio se encuentran excluidas de la protección constitucional.[7]

En base a esa conclusión, la Sala ordenó revocar la resolución impugnada, a efecto de que el Tribunal Colegiado emisor, la dictara nuevamente con sujeción a los argumentos sostenidos en su sentencia.

 3.      Línea argumentativa de la resolución.

La Primera Sala  estructuró su resolución en cuatro apartados; en el primero de ellos, abordó la doctrina que ha venido construyendo en torno a la libertad de expresión y su relación con el derecho al honor; enseguida, analizó en qué consisten las expresiones absolutamente vejatorias, así como el lenguaje discriminatorio; posteriormente hizo un estudio de las expresiones homófobas como una categoría de manifestaciones discriminatorias y de discursos del odio; para finalmente, en el último de los apartados, concluir con el estudio del caso en concreto a la luz de lo que desarrolló en los apartados anteriores.

3.1.Libertad de expresión y su relación con el derecho al honor.

Así, en un el primer apartado de su resolución la Corte inició puntualizando lo que a su juicio debe entenderse por honor; al respecto señaló: es el concepto que la persona tiene de sí misma o que los demás se han formado de ella, en virtud de su proceder o de la expresión de su calidad ética y social. [8] Para la Corte, el honor entendido en su aspecto social, es la percepción positiva que una comunidad tiene de un individuo.

A juicio de la Corte existen dos formas de entender el honor, una que implica un sentimiento íntimo que se exterioriza por la afirmación que la persona hace de su propia dignidad; y un más, relacionada con la estimación interpersonal que la persona tiene por virtud de sus cualidades morales y profesionales dentro de una comunidad.

Agotada la teorización sobre el derecho al honor, la Corte inicia un estudio respecto del derecho a la libertad de expresión, del cual afirmó que tiene objeto la protección de los pensamientos, ideas y opiniones, incluyendo los juicios de valor[9]. Para ese Tribunal Supremo, la libre manifestación y flujo de información, ideas y opiniones, es un presupuesto indispensable de sociedades políticas abiertas, pluralistas y democráticas.

Ya en el análisis de la relación entre el derecho al honor y la libertad de expresión, la Primera Sala determinó, en primer término, que no existe un conflicto en abstracto entre estos dos derechos. Como es obvio, cuando las ideas tienen por objeto exteriorizar un sentido positivo hacia una persona no puede hablarse de una intromisión al derecho  al honor. A juicio de la Corte, solo hay una intromisión o ataque al honor en aquellos casos en que se ocasiona un desmerecimiento en la consideración ajena como consecuencia de expresiones difamantes o infamantes, emitidas en descrédito o menosprecio de alguien[10].

Para la Corte el derecho a la libertad de expresión debe primar en la mayoría de los casos sobre el derecho al honor; es decir, existe una presunción general de cobertura constitucional en todo discurso expresivo, sobre todo cuando la información u opinión emitida, en ejercicio de este derecho, tenga relevancia pública.

Mas delante en su resolución la Corte refirió que su doctrina viene adoptando el estándar que la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos denominó como el sistema dual de protección. De acuerdo con este sistema, las restricciones a la libertad de expresión deben ser menores y por lo tanto el derecho al honor debe ceder en una mayor medida, cuando estén inmiscuidas personas que, por dedicarse a actividades públicas o por el rol social que desempeñan, vivan expuestas a un riguroso control de sus actividades; lo cual no sucede en tratándose de individuos sin proyección pública alguna.

Así, con base en este sistema dual entre más notoriedad pública tenga un sujeto y por lo tanto el interés en sus actividades también sea significativo,  debe tolerar expresiones que puedan poner en escrutinio su honor o privacidad; situación que no tiene porque ocurrir con un individuo cuya actividad tiene nula o poca relevancia pública; en este caso, su umbral de tolerancia tiende a disminuir.

También la Corte hizo hincapié en que el derecho a la libertad de expresión  alcanza un nivel máximo de cobertura cuando ese derecho se ejerce por profesionales del periodismo a través de un medio institucionalizado de formación de la opinión pública. En referencia a esto la Corte asentó: este derecho ocupará una posición preferente siempre que se ejercite en conexión con asuntos que son de interés general por las materias a las que se refieran y por las personas que en ellos intervienen y contribuyan, en consecuencia, a la formación de la opinión pública, alcanzando entonces su máximo nivel de eficacia justificadora frente al derecho al honor. [11]

Todo esto permite concluir a la Corte que en un Estado democrático, la libertad de expresión tiene una posición preferencial sobre el derecho al honor y que solo éste último derecho debe primar, cuando para referirse a un individuo se utilicen frases y expresiones absolutamente vejatorias; es decir, frases que sean ofensivas u oprobiosas y además impertinentes para expresar opiniones o informaciones, según tenga o no relación con lo manifestado.

3.2.Expresiones absolutamente vejatorias.

Como se pude ver, al finalizar el primer apartado de su resolución, la Corte indicó que la libertad de expresión no implica la autorización del uso de frases absolutamente vejatorias. En base a ello, en su segundo apartado, desarrolla lo que a su juicio debe entenderse por tales. En ese tenor manifiesta que son vejatorias aquellas expresiones que, siendo ofensivas u oprobiosas, sean además impertinentes.

Este razonamiento implica a su vez determinar qué debe entenderse por expresiones oprobiosas y entonces la Corte apunta que tienen esa característica, aquellas manifestaciones en las que se realizan inferencias crueles que incitan a una respuesta en el mismo sentido al contener un desprecio personal. De tal manera, afirma la Corte, tales manifestaciones no pueden considerarse como calificativos fuertes o molestos, sino como manifestaciones ofensivas que actualizan una absoluta vejación.

A juicio de la Corte el lenguaje discriminatorio, es decir aquel que se utiliza para ofender o descalificar el honor de grupos sociales ofendidos a título colectivo, constituye una categoría de expresiones ofensivas u oprobiosas.

En relación a expresiones impertinentes la Corte señaló que debe recibir ese calificativito toda manifestación innecesaria en la emisión del mensaje; es decir una expresión será considerada impertinente en la medida en que su inclusión en el mensaje sea innecesaria para reforzar la tesis crítica sostenida por las ideas y opiniones correspondientes.

A partir de lo anterior, la Primera Sala concluye que el lenguaje discriminatorio constituye una categoría de expresiones ofensivas u oprobiosas, las cuales al ser impertinentes en un mensaje determinado, actualizan la presencia de expresiones absolutamente vejatorias, mismas que se encuentran excluidas de la protección que la Constitución brinda al ejercicio de la libertad de expresión.[12]

3.3.Expresiones homófobas como categoría de manifestaciones discriminatorias.

Enseguida la Corte inicia un estudio que le llevará a concluir que las expresiones homófobas son una categoría de manifestaciones discriminatorias. Para la Corte, el discurso homófobo consiste en la emisión de una serie de calificativos y valoraciones criticas relativas a la condición homosexual y a su conducta sexual. Tal discurso, afirma este Tribunal, suele actualizarse en los espacios de la cotidianeidad, por lo tanto, generalmente se caracterizan por insinuaciones de homosexualidad en un sentido denigrante, burlesco y ofensivo, ello mediante el empleo de un lenguaje que se encuentra fuertemente arraigado en la sociedad.[13]

Desde esta perspectiva, para la Corte, aquellas expresiones que hagan referencia a la homosexualidad no como una preferencia social válida dentro de una sociedad democrática, plural e incluyente, sino como un medio para hacer patente la animadversión, desprecio e intolerancia hacia un individuo o grupo social con tales preferencias, deben ser consideradas como categoría de las manifestaciones discriminatorias excluidas de la protección que la Constitución consagra a la libre manifestación de las ideas.

3.4.El caso en concreto

Una vez fijado este marco teórico, la Corte analizó las expresiones “maricones” y “puñal” que utilizó el señor Núñez Quiroz en su columna. A juicio de ese Tribunal Constitucional, estos términos son utilizados en México para referirse de manera despectiva o burlona hacia los homosexuales, generalmente en relación a los hombres, por medio de las cuales, mediante la construcción de estereotipos se hace referencia a la falta de virilidad por una parte, y a una acentuación de actitudes y rasgos femeninos por la otra. [14]

Los anteriores términos para la Corte, constituyen expresiones formuladas en torno de pretendidas bromas, que se dirigen a ridiculizar a quienes el discurso dominante de la sociedad ha señalado como “ hombres afeminados” –e inferiores-, sin que el uso de dicho lenguaje se limite a constatar una “diferencia” con los homosexuales, pues por medio del mismo se interpretan las diferencias y se extraen las conclusiones, las cuales propician que se considere a las personas homosexuales como sujetos con las cuales la identificación del resto de los miembros de la colectividad es impensable.[15]

Para el Tribunal Constitucional mexicano, el señor Núñez Quiroz utilizó las palabras “maricones” y “puñal” para vincular la falta de pericia profesional con la preferencia sexual, siendo que, a decir de la Corte, este no debe ser un mecanismo válido para criticar la labor periodística pues tal preferencia personal representa un aspecto irrelevante para la realización de dicha labor.[16]

La Corte concluye de manera preliminar que a pesar de que esas expresiones no son en abstracto abiertamente hostiles o agresivas, fueron utilizadas por el columnista en un tono denigrante y burlesco, lo cual fomenta el rechazo social hacia las personas homosexuales, situación que a su vez implica una postura discriminatoria, en tanto son una incitación o promoción de intolerancia hacia la homosexualidad.

También para la Corte esas expresiones fueron impertinentes en tanto no aportaron nada al mensaje que el columnista quería emitir, Para el Tribunal la crítica a la línea editorial seguida por el señor Prida Huerta y sus colaboradores, no tenía porque referirse al hecho de que los mismos puedan o no ser homosexuales.

Esto lleva la Corte a sostener que si bien resulta válida la crítica realizada hacia la línea editorial de determinados periodistas, no puede aceptarse que la misma se fundamente en la supuesta condición de homosexualidad de éstos, pues resulta irrebatible que la pericia periodística no tiene relación alguna con el hecho de que la persona que la ejerce sea homosexual, ante lo cual , no existe una vinculación entre las críticas sostenidas en la nota y las expresiones homófobas contenidas en la misma.[17]

Así pues, para la Corte, las expresiones contenidas en la columna periodística son un discurso homófobo y por ende discriminatorio, mismas que por ese hecho pueden considerarse como ofensivas u oprobiosas. De manera que si a ello se le suma el hecho de que son impertinentes en tanto carecían de cualquier utilidad funcional, es posible arribar a la conclusión de que son expresiones absolutamente vejatorias excluidas de cualquier protección constitucional a la libre manifestación de ideas.

 4.        Estructura de los argumentos.

La línea argumentativa seguida por la Corte parte de una afirmación principal: el derecho al honor debe primar ante la libre manifestación de las ideas, cuando en uso de este último derecho se emitan expresiones absolutamente vejatorias. Lo cual, en otras palabras, sería lo mismo que afirmar, que esta clase de expresiones no están protegidas constitucionalmente por el derecho a la libertad de expresión.

Después de esta afirmación, la Corte inicia la construcción de una serie de eslabones en una cadena de argumentos, cuyo inicio está constituido por los razonamientos mediante los cuales, trata de aclarar lo que debe entenderse por expresiones absolutamente vejatorias. Así la Corte entiende que se está en presencia de esta clase de expresiones cuando las mismas resultan oprobiosas e impertinentes. Enseguida la Corte entiende las manifestaciones homófobas como una categoría de expresiones discriminatorias, las cuales a su vez pueden considerarse discursos ofensivos u oprobiosos.

Una vez que la Corte llega al último eslabón en el que asienta que las expresiones homófobas constituyen un discurso discriminatorio, retoma nuevamente esta cadena de argumentos pero ya en función del caso en concreto. De esa manera el Tribunal Constitucional afirma que las expresiones “maricones” y “puñal” como lenguaje discriminatorio constituyen una categoría de expresiones ofensivas u oprobiosas, las cuales al ser impertinentes en el mensaje que se quería transmitir, actualizan la presencia de expresiones absolutamente vejatorias.

4.1.Los silogismos en la resolución

Si quisiéramos esquematizar estos razonamientos a manera de silogismos tendríamos un argumento principal expresado de la siguiente manea:

  • Premisa normativa: Las expresiones absolutamente vejatorias no están protegidas constitucionalmente por el derecho a la libre manifestación de las ideas.
  • Premisa fáctica: Las expresiones “maricones” y “puñal” son absolutamente vejatorias.
  • Conclusión: Las expresiones “maricones” y “puñal” no están protegidas constitucionalmente por el derecho a la libre manifestación de las ideas.

Enseguida podríamos esquematizar también los argumentos secundarios de la siguiente manera:

 Expresiones absolutamente vejatorias.

  • Premisa normativa: Las expresiones oprobiosas e impertinentes son términos absolutamente vejatorios.
  • Premisa fáctica: Las expresiones “maricones” y “puñal” son oprobiosas e impertinentes.
  • Conclusión: Las expresiones “maricones” y “puñal” son absolutamente vejatorias.

Expresiones impertinentes

  • Premisa normativa: Son impertinentes las expresiones sin utilidad funcional en un discurso.
  • Premisa fáctica: Las expresiones “maricones” y “puñal” no tiene utilidad funcional en el discurso del señor Núñez Quiroz.
  •  Conclusión: Las expresiones “maricones” y “puñal” son impertinentes.

Expresiones oprobiosas

  • Premisa normativa: Las expresiones homófobas y por ende discriminatorias constituyen una categoría de expresiones oprobiosas.
  • Premisa fáctica: Las expresiones “maricones” y “puñal” son homófobas y por ende discriminatorias.
  •  Conclusión: Las expresiones “maricones” y “puñal” constituyen una categoría de expresiones oprobiosas.

Si se analizan detenidamente los silogismos antes enunciados, puede apreciarse que la justificación interna[18] de la resolución es adecuada, en tanto las inferencias en cada uno de esos silogismos son válidas; es decir, existe una correspondencia lógica entre las premisas y las conclusiones. Es la justificación externa, la que tiene que ver con la validez de las premisas, la que, como se verá en los apartados subsecuentes de este trabajo, demerita la fuerza de las conclusiones a que arribó la Corte.

4.2.             El esquema de los argumentos según Stephen Toulmin

Siguiendo el modelo de Stephen Toulmin en cuanto al esquema de los argumentos[19], la sentencia del Tribunal Constitucional podría reconstruirse de la siguiente manera, en donde la afirmación, es la conclusión que ese órgano jurisdiccional trata de establecer; el dato, es la justificación de lo concluido; la garantía, generalmente está constituida por enunciados de carácter hipotético que permiten mostrar cómo a partir de los datos es posible pasar a la conclusión de manera racional; y por último, el respaldo, que no es otra cosa más que uno o varios enunciados categóricos sobre hechos. Los elementos del esquema en la sentencia serían los siguientes:

  • Afirmación: Las expresiones “maricones” y “puñal” no están protegidas constitucionalmente por el derecho a la libre manifestación de las ideas.
  • Dato: Las expresiones “maricones” y puñal” en la manera en que fueron empleadas por el columnista son absolutamente vejatorias; primero porque son oprobiosas en tanto a partir de ellas se hace una valoración crítica a la condición  homosexual;  y, segundo, son impertinentes dado que no aportaban nada a su discurso.
  • Garantía: La Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha venido sosteniendo una doctrina a partir del cual, se considera vulnerado el derecho al honor, al emplearse expresiones absolutamente vejatorias; es decir, expresiones oprobiosas e impertinentes. De manera que expresiones de esa índole no están protegidas por el derecho a la libertad de expresión.
  • Respaldo: Tal  doctrina está imbíbita en numerosos precedentes judiciales emanados de la propia Corte con fuerza obligatoria.

El esquema anterior resulta ilustrativo, porque a partir de él, es posible dar cuenta que, como se verá enseguida, la inconsistencia principal en la línea argumentativa de la Corte, no está en la estructura formal de sus argumentos, sino en el aspecto material de los mismos, principalmente en la validez del dato; es decir, en la validez de la razones que se ofrecieron a favor de la afirmación.

 5.    Crítica a la línea argumentativa de la resolución.

 5.1. Errores polisémicos

El primer eslabón de la cadena argumentativa que utilizó la Corte en su resolución [el dato, siguiendo el modelo de Toulmin] es muy poco sólido. Se desquebraja con simpleza, como se verá enseguida, tan solo con hacer patente el error del que parte. Esto ya de entrada es de llamar la atención, en tanto la estructura de la resolución es impecable, en ella se van uniendo poco a poco los argumentos hasta construir uno lo suficientemente robusto como para abrazar la respuesta que la Corte necesitaba para resolver el caso que le fue planteado; sin embargo, esa misma meticulosidad no está presente al principio de todo ese constructo argumentativo. En lo que sería la base y sostén de todo el razonamiento, la Corte planta un argumento endeble, sin sustancia; por tanto, sus frutos terminan por caerse fácilmente, sin que nadie se beneficie de ello.

Pareciera que, como parte de su agenda político-judicial, la Corte tenía previsto posicionarse sobre la homofobia y además hacerlo ponderando principios constitucionales, quizá esto último, con la intención de dar una impresión progresista y atenta a las nuevas corrientes iusfilosóficas. Suele ser común entre los juristas utilizar con abuso herramientas doctrinales en boga, cuando el caso no necesariamente lo amerita. Esto parece haberle pasado a la Corte en este caso.

Para construir su sentencia y posicionarse sobre un punto que le interesaba abordar, la Corte se vio obligada a forzar el caso que le fue planteado, modulando los principios que se implicaban y modificando las razones que lo motivaban. ¿Esto podría llamarse activismo judicial? Sin duda alguna. La deconstrucción de un caso, para luego rearmarlo de tal manera que emerja con una nueva lógica a fin de que responda a un propósito predeterminado, es claramente un ejemplo de activismo judicial; y eso fue justamente lo que hizo la Corte; tomó los argumentos convergentes en el caso y les hizo decir algo que no decían, le hizo solicitar algo que no solicitaban y entonces, en función de ellos, resolvió algo que no tenía por qué haber resuelto.

Pero vayamos por partes. Como se pudo ver en los apartados anteriores de este trabajo, la línea argumentativa seguida por la Suprema Corte, parte de que las expresiones “maricones” y “puñal” utilizadas por el señor Núñez Quiroz son ofensivas y oprobiosas. Para arribar a esa conclusión, la Corte afirmó que esas expresiones son usadas en México para hacer referencia a la homosexualidad, pero no como una preferencia sexual personal perfectamente válida en una sociedad democrática, sino como un aspecto de diferenciación peyorativa.

Esto llevó a la Corte a sostener que usar esas expresiones para descalificar la línea editorial de un medio de comunicación, no está protegido por el derecho constitucional a la libre manifestación de las ideas, primero, porque, de permitirse su uso se vincularía la preferencia sexual de una persona a la falta de pericia profesional; y segundo, porque la homosexualidad representa un aspecto irrelevante para calificar la pericia y probidad de un periodista.

De tal manera, a juicio de la Corte,  cuando el señor Núñez Quiroz demeritó la línea editorial del periódico “Síntesis”, usando las expresiones “maricones” y “puñal” para referirse a los colaboradores de ese medio de comunicación, no solo fue más allá del derecho que le asiste para manifestarse libremente, sino que violentó severamente el derecho al honor de las personas implicadas en su editorial.

La homosexualidad, parece sugerir la Corte, es una condición que aunque no se acepte por el grupo dominante de una comunidad, invariablemente debe respetarse; lo cual significa, según este Tribunal Constitucional, que no hay justificación para asociarla con actos, ideas o intereses negativos vinculados no solo a la actividad privada de una persona, sino incluso, al ejercicio de una profesión.

Por supuesto que se comulga con esta línea de pensamiento esbozada por la Corte. La homosexualidad no debe vincularse con patrones negativos del ser humano. No hay nada en la homosexualidad que intrínsecamente sea nocivo en una sociedad, así como tampoco hay nada en la heterosexualidad que, desde una perspectiva moral, implique algo necesariamente bueno o legitimo para los individuos.

Así pues, el error en esta resolución, no está en la homosexualidad, ni en el discurso discriminatorio que en ocasiones puede llegar a lacerar y reprimir esta forma de vivir la sexualidad, el error en esta resolución es mucho más modesto, pero a la vez, mucho más determinante para las conclusiones que la soportan. La Corte pasó por alto que las palabras “maricones” y “puñal” son ambiguas en el lenguaje natural que de manera ordinaria utilizan los mexicanos. Estas palabras además de hacer referencia a una preferencia sexual, son utilizadas en México para hacer alusión a personas sin valentía, medrosas o timoratas.

De haber tomado esto en cuenta, (cuestión que no era difícil toda vez que en México es bastante común y conocido el uso de estas expresiones en esa otra acepción), la Corte hubiera arribado a una conclusión diferente. En una nueva lectura de la columna, en la que se partiera del hecho que con las expresiones “maricones” y “puñal” no se aludía a  una condición o preferencia sexual, sino a una actitud medrosa o timorata de la línea editorial del periódico “Síntesis”, la Suprema Corte no hubiera concluido lo que finalmente concluyó: que tales expresiones son parte de un discurso discriminatorio y por ende oprobioso.

La Corte omitió analizar tales expresiones en el contexto en que fueron emitidas; de haberlo hecho, hubiera caído en cuenta que tales expresiones se empelaron en una acepción diferente a la que ella manejó en su resolución. En efecto, el Tribunal Constitucional pasó por alto que las expresiones “maricones” y “puñal” son polisémicas[20] [por lo menos en México], y que por lo tanto para interpretar la acepción que el columnista quiso darles, se debió tener presente el contexto tanto lingüístico como fáctico en que tales expresiones fueron empleadas. El caso es que la Corte omitió hacer un análisis contextual de las expresiones en comento y lo que es más grave, en ningún momento asentó en su resolución el por qué, a su juicio, la acepción a tomarse en cuenta era aquella que resaltaba una condición homosexual.

A nuestro entender, un análisis del contexto tanto lingüístico como factico en que se emplearon estas expresiones, hubieran llevado a la Corte a concluir que el columnista no trató de hacer patente una preferencia sexual y utilizar ésta para desacreditar a la línea editorial del periódico “Síntesis”; tal análisis hubiera arrojado que, lejos de esto, el objetivo del periodista era poner en evidencia la falta de valentía de los escritores y columnistas de ese medio de comunicación; hacer patente que en esa “guerra periodística” como él la llamó,  tanto ese periódico como sus colaboradores no tuvieron la valentía de aportar suficiente información como para sustentar su postura.

Un buen ejemplo de lo que vengo comentando es el siguiente fragmento de la columna: “…no se atrevió a dar nombre, ni citó las calumnias y mucho menos presentó pruebas contra nadie…”. Otro apartado que ejemplifica lo razonado hasta aquí es el siguiente: “… que pena para Prida que su periodiquito y todos sus reporteros y columnistas no hayan podido reunir información suficiente para poder enfrentar una guerra de verdad…”.

Como se aprecia de lo anterior, el columnista lejos de hace referencia a la preferencia sexual de los periodistas implicados, tenía como intención hacer notar el poco sustento de sus acusaciones como colaboradores e integrantes del periódico “Síntesis”. Para ello, construyó un discurso donde un elemento importante era demostrar la falta de valentía de los columnistas al no atreverse a aportar datos, nombres, ni pruebas que sostuvieran sus afirmaciones.

¿Qué sentido tenía descalificar al periódico puntualizando que sus colaboradores son homosexuales? ¿Qué relevancia tenía esto en la estructura e implicaciones fácticas del discurso? es claro que ninguna. En cambio, el hacer patente el poco sustento de las afirmaciones de los periodistas y la poca valentía al no aportar datos que apoyaran sus acusaciones, no solo era importante en la columna, sino constituía un aspecto toral en su discurso.

Es claro que el trabajo de un periodista puede demeritarse si se le acusa de cobarde en el empleo de sus fuentes de información, pero nada afecta al ejercicio de su profesión, el hecho de que se le acuse de homosexual. Pues nada de esto tomó en cuenta la Corte y sin expresar el por qué construyó toda su resolución a partir de la consideración de que las expresiones “maricones” y “puñal” hacían referencia a la homosexualidad como un aspecto de diferenciación peyorativa, terminó concluyendo que en el caso concreto hubo una afectación al honor.

Otro aspecto a tomarse en cuenta es que, si la Corte hubiera valorados las expresiones en comento en la acepción que se correspondía con el mensaje que el periodista quería enviar, tampoco hubiera podido sostener que tales expresiones resultaban impertinentes, en tanto la falta de valentía no solo tenía una utilidad funcional en el marco del debate, sino que era un elemento primordial en la línea discursiva manejada en la columna.

Como quedó de manifiesto en apartados anteriores, para la Corte, las expresiones homófobas “maricones” y “puñal” fueron impertinentes en tanto carecían de utilidad dentro de la nota periodística cuestionada pues “…no se puede considerar que la inferencia de que los colaboradores sean homosexuales, implique un reforzamiento de la tesis crítica contenida en la nota…”[21] 

Entendidas estas expresiones con una connotación homófoba es clara su impertinencia, pero entendidas en una acepción referida a cobardía, no solo no eran impertinentes en el contexto del discurso, sino que resultaban fundamentales en la estructura del mismo. Hacer patente la falta de valentía de los colaboradores del periódico “Síntesis” para revelar las fuentes de información que sustentaban las críticas dirigidas al señor Núñez Quiroz, era medular en la columna, de ahí su pertenencia.

De lo reseñado hasta aquí, es posible notar que la Corte construyó sus argumentos a partir de una consideración errónea que la llevó a asumir conclusiones también de manera equivocada. Si regresamos al esquema de Toulmin, fácilmente podemos apreciar que el dato, como piedra sobre la que descansa todo la línea argumentativa elaborada por la Suprema Corte, es equivocado.

 Las expresiones “maricones” y puñal” en la manera en que fueron empleadas por el columnista no son absolutamente vejatorias; primero porque  no son oprobiosas en tanto a partir de ellas no se hace una valoración crítica a la condición  homosexual, sino que con ellas se hace referencia a una actitud cobarde o medrosa de un medio de comunicación; y, segundo, porque tampoco son impertinentes, dado que tenían una utilidad en el marco del discurso.

El esquema de Toulmin también permite apreciar que al descalificar la validez del dato, tanto la garantía como el respaldo dejan de tener valor epistémico en el contexto de la resolución. En efecto, al aceptarse que la Corte erró cuando valoró las expresiones empeladas por el columnista con un significado distinto al que verdaderamente se correspondía con el contexto de la nota periodística, entonces también se tendría que aceptar, que ningún valor, para efectos de la sentencia, tenía la doctrina a partir de la cual, se considera vulnerado el derecho al honor, al emplearse expresiones absolutamente vejatorias, ni el hecho de que esa doctrina está imbíbita en numerosos precedentes judiciales emanados de la propia Corte con fuerza obligatoria.

Al difuminarse la validez del dato, nada hay de todo el constructo argumentativo que quede en pie; todos los razonamientos se desvanecen sin más, debido a que una de las premisas que lo integran es equivocada.

Así las cosas, a mi juicio está claro que la Corte pasó por alto que las palabras “maricones” y “puñal” son ambiguas en el lenguaje natural que de manera ordinaria utilizan los mexicanos, y que en la columna, tales expresiones no se emplearon para aludir a una condición o preferencia sexual, sino a una actitud medrosa o timorata de la línea editorial seguida por un medio de comunicación. La interrogante es ¿Por qué?; siendo evidente que el columnista no demeritó el trabajo de sus compañeros de profesión por su condición sexual sino por su falta de valentía en el uso de sus fuentes de información ¿Por qué la Corte dio un viraje en su resolución con rumbo hacia la discriminación de los homosexuales? El particular se dijo  deshonrado y la Corte terminó afirmando que fue discriminado ¿Qué explicación hay para esa incongruencia tan palpable?

Ahora aunque la respuestas a estas interrogantes no podemos conocerlas, lo cierto es que la forma en que la Primera Sala de la Suprema Corte abordó el asunto, pareciera sintomático de un mal denominado activismo judicial.  Los Tribunales con esta patología en aras de generar un cambio social que consideran valioso o justo [esto en el mejor de los caso, claro está], terminan emitiendo resoluciones racionalmente insostenibles desde el Derecho. Sin embargo la justicia a la que debe aspirar un juez es una justicia limitada: la que cabe en el Derecho; el papel de los jueces en el sistema jurídico no es el mismo que el de los abogados, o el de las partes en un proceso, y, por ello, los primeros no pueden adoptar en relación con el Derecho una actitud puramente estratégica, instrumental. El modelo de juez del Estado de Derecho no es simplemente el de alguien que posee la virtud del valor y del sentido de justicia, sino el de quien une a ello la cualidad de la prudencia, de la modestia y de la auto-restricción.[22]

La Corte no sin razón, consideró importante abordar el tema de la discriminación de la comunidad homosexual a través de discursos oprobiosos e impertinentes, el problema es que para hacerlo, utilizó un caso que no respondía a esa lógica y sin parecer importarle lo adecuó de tal modo que, a los ojos de las partes implicadas, finalmente quedó irreconocible.

5.2.La Suprema Corte y el derecho al honor

Dejando de lado la inconsistencia que puntualicé en el apartado anterior, la cual  por sí misma es suficiente para desmoronar la validez de lo concluido en la sentencia, enseguida haré un análisis de las premisas que integran los restantes argumentos esgrimidos por la Corte, las cuales, si bien son menos estructurales que la relacionada con la inconsistencia antes comentada, si son mucho más vistosas e importantes por sus implicaciones y sobre todo, por el mensaje que a través de ellas, el Tribunal Constitucional mexicano termina emitiendo.

En un fragmento de su resolución la Suprema Corte de Justicia enuncia que hay un ataque al honor cuando se ocasiona un desmerecimiento en la consideración ajena como consecuencia de expresiones difamantes o infamantes, emitidas en descredito o menosprecio de alguien.[23]

Parece claro que en el caso en concreto, las expresiones “maricones” y “puñal”, en la acepción que tomó en cuenta la Corte llevan imbíbitas una ofensa, un menosprecio; lo que no es tan claro, quizá por eso la Corte en ningún fragmento de su resolución lo explicita, es por qué señalar a alguien de esa manera implica un desmerecimiento en la consideración ajena, vamos, por qué llamar a alguien “maricón” o “puñal” es deshonroso.

A nuestro juicio, la Corte en este apartado de su resolución confunde la acción de ofender con la acción de deshonrar, siendo que, aunque ambas pueden dar lugar a un daño moral, su naturaleza no es la misma. Mientras ofender implica un insulto que ataca la dignidad de una persona; deshonrar constituye una difamación [un empellón a la fama pública] y por ende un ataque al honor; mientras ofender vulnera el fuero interno de una persona, deshonrar lastima su percepción pública, la consideración interpersonal que una comunidad tiene de un individuo por virtud de sus cualidades morales.

Por lo general, una misma acción lacera tanto la dignidad, como el honor de una persona; sería el caso de un individuo que es acusado sin justificación y públicamente como corrupto. Al tiempo que se infiere de él una acción negativa, poco ética [acto que constituye una ofensa y una falta de respeto], se le desprestigia públicamente, lo cual atenta contra su honor.

Pero también puede darse el caso que se produzca una ofensa y sin embargo el honor de la persona que la sufre, permanezca intacto. En este supuesto estarían casos en donde un individuo señala a otro como “maricón” o “puñal”; es claro que estas expresiones son ofensivas en sí mismas, pero también lo es, que no merman la percepción positiva que la comunidad posee de la persona que es objeto de esas ofensas.

Esto es así, dado que expresiones como “puñal” y “maricón”[24] denotan condiciones que no son concebidas como negativas por la sociedad. En el contexto histórico actual, como explicare más adelante, no hay nada deshonroso en ser homosexual; la percepción y consideración ajena en función de las aptitudes morales de una persona no cambian un ápice, porque sea reconocida o señalada como homosexual. De tal manera que llamar a alguien de esa manera, al menos en estos tiempos, no implica una lesión a su honra o a su buena fama pública.

Esas expresiones implican una vejación y por ende un daño a la dignidad, pero no así un daño al honor, toda vez que a través de su empleo se vulnera el fuero interno de una persona,  pero en nada se lastima su percepción pública. Claro está que llamar a alguien de esa menara no es lo mismo que llamarlo homosexual. La carga emotiva de estas expresiones es distinta.

 Las expresiones “maricón” y “puñal” tienen en México, una fuerte carga emocional de naturaleza negativa; no son neutras, en sí mismas llevan implícitas una ofensa; por tal motivo, no es necesario analizar el contexto en que se emplean para asegurar que quien hace uso de esos términos, tiene como propósito denigrar a alguien en función de su preferencia sexual.

En cambio, el vocablo “homosexual” posee un contenido neutro desde el punto de vista emocional; es decir, es una expresión que en abstracto no tiene una carga emocional definida; per se no provoca una reacción en quien la escucha; solamente a través de su interpretación dentro del contexto lingüístico o fáctico en el que se empela, puede llegar a saberse si a partir de su uso se está describiendo una condición sexual o se está produciendo un insultó, por ejemplo.

Cuando una palabra provoca en los miembros de una comunidad el mismo efecto emocional, tales vocablos son objetos de un doble uso: para referirse al objeto que denotan y, al mismo tiempo, para influir en las emociones del auditorio[25]; y justamente eso sucede con las expresiones “maricón” y “puñal” en el caso mexicano. A través de ellas quien las usa, denota la preferencia sexual de una persona, pero al mismo tiempo la sobaja y denigra en virtud de tal preferencia.

Así, aunque los vocablos homosexual y “puñal” son equivalentes desde el punto de vista del significado, no resultan en absoluto equivalentes en relación con su efecto emotivo. Por tanto, mientras señalar a alguien como homosexual, en este contexto histórico no constituye propiamente una ofensa, llamarlo “maricón” o “puñal” si lo es, en tanto el significado emotivo de esas palabras es fuertemente negativo.

Ahora cuando la Corte afirma que llamar a alguien “maricón” o “puñal” es deshonroso, genera un efecto contraproducente porque dejando de lado que esas expresiones son ofensivas, en último término no son más que un sinónimo del vocablo homosexual. La pregunta que se sigue de esto es ¿De qué manera ser homosexual es deshonroso?

5.3.La Suprema Corte y su discurso discriminatorio.

Como antes señalé para la Suprema Corte de Justicia hay un ataque al honor cuando se ocasiona un desmerecimiento en la consideración ajena como consecuencia de expresiones difamantes o infamantes, emitidas en descredito o menosprecio de alguien.[26]

Esta línea de pensamiento que impregna toda la resolución, es desde todo punto de vista desacertada, toda vez que parte de una premisa que por ningún motivo puede justificarse. Como seguramente el lector pudo notar, en el centro de ese constructo argumentativo está imbíbita la idea de que llamar a alguien homosexual atenta contra su honra.

La manera en que la Corte construye su resolución termina vedando estas expresiones y al hacerlo refuerza, quizá sin darse cuenta, la idea de que la homosexualidad es algo malo, de manera que llamar a alguien de esa forma implica una descalificación pública. De qué otra manera podría entenderse que señalar a alguien como homosexual, puede generarle un daño en su honor, sino es bajo la idea de que la homosexualidad es funesta.

Tratando de proteger en abstracto a la comunidad homosexual, la Corte termina haciendo lo que pretendía evitar, discriminarla a través de un mensaje sencillo pero contundente: siempre que una persona se refiera a otra como homosexual se le estará causando un daño en su honor; mensaje que también podría leerse de la siguiente manera: ser homosexual es malo, de manera que señalar a alguien como tal, también lo es.

Quizá la Corte como se adujo en otro apartado solo confundió la acción de ofender con la acción de deshonrar o quizá, al momento de elaborar su resolución pensó en otro contexto histórico, en donde llamar a alguien homosexual, sí constituía una afrenta al honor. Un par de décadas atrás, ser homosexual era visto en México no solo como un pecado, sino como algo antinatural, como una depravación, como un defecto psíquico y emocional en el individuo. Sin embargo ahora, si bien la comunidad homosexual permanece luchando para que se le reconozcan sus derechos y se le dé un trato igualitario en relación a los heterosexuales, podría asegurarse que son mínimas las personas que ven esta forma de vivir la sexualidad como algo oprobioso e ignominioso; quizá a la fecha haya muchas personas que no comulguen con esa forma de vida, pero de ello no se sigue que de entrada la visualicen como algo que está intrínsecamente mal y que por lo tanto debe ser proscrito.

Llamar a alguien homosexual no puede verse como una lesión al honor simplemente porque esa forma de vida nada tiene de negativo desde un perspectiva moral; podemos estar de acuerdo con ella o no, podemos vivir en función de esa preferencia sexual o no, pero eso de ninguna manera implica repudiarla y entenderla como algo detestable capaz de manchar el honor de alguna persona en caso de que se le relacionara con esa condición.

Ahora bien, en descargo de la Corte podría llegar a manejarse que el hilo conductor de su discurso estaba puesto no en el vocablo homosexual en sí, sino a las expresiones “maricones” y “puñal”, las cuales si son oprobiosas. En otras palabras, podría entenderse que para la Corte llamar a alguien homosexual no es deshonroso, deshonroso  es llamarlo “maricón” o “puñal”. Si esto fuera así, entonces el error estaría en que  ese Tribunal Constitucional, confundió la acción de ofender con la acción de deshonrar, por que como ya explique, esas expresiones son ofensivas, pero de ninguna manera tales vocablos, llegado el caso, pueden generar la deshonra de una persona.

5.4.Ponderación y proporcionalidad en la resolución.

Es claro que la resolución del caso que le fue planteado a la Corte ameritaba la ponderación de los principios en juego. El problema es que ese Tribunal Constitucional erró al determinar los principios que colisionaban, pero además, erró al establecer la intensidad con que lo hacían.

La Corte adujo que los principios en juego eran, por un lado, la libertad de expresión y por el otro, el derecho al honor. Construyó su razonamiento a partir de la consideración de que las expresiones “maricones” y “puñal” vulneraban éste derecho, mientras que su utilización no aportaba absolutamente nada al discurso crítico del autor de la columna, y por ende, la prohibición del uso de esas expresiones no implicaba ningún menoscabo a la libre manifestación de las ideas. 

Si se acepta esta línea argumentativa, a partir de la ley del peso o ley del balance desarrollada por Robert Alexy[27], tendríamos que concluir lo siguiente: reprender al demandado por el uso de las expresiones “maricones” y “puñal”, no implica una afectación a su la libertad de expresión, en tanto la utilización de esos vocablos era innecesaria para reforzar la tesis crítica que sostenía en su columna; en cambio, al permitirle que las emplee, el derecho al honor se ve violentado de manera intensa e irremediablemente, en tanto se consentiría el descredito público.

Hay que recordar que de acuerdo a la ley del peso cuanto mayor sea el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de la satisfacción del otro. Por tanto, vistas las cosas como desde el plano de observación que construyó la Corte, es claro que el derecho al honor debió primar en el caso en concreto.

Ahora bien, al construir ese plano de observación, la Corte pasó por alto varios detalles que debió tomar en consideración: a) Como antes se afirmó, las expresiones “maricones” y “puñal”, no implican un ataque al honor, de manera que los principios en juego no eran la libertad de expresión en relación con el honor, sino en todo caso, la libertad de expresión y su vínculo con la dignidad. b) Las expresiones “maricones” y “puñal” sí tenían una utilidad funcional en el discurso del columnista, porque fueron empleadas en una acepción cuyos sinónimos pudiera ser  timorato o medroso y eso era justo lo que tal columnista quería hacer notar; c) el litigio respondía a una confrontación entre periodistas y en torno al ejercicio de su profesión, por lo que en ese contexto el umbral de tolerancia necesariamente tiende a aumentar.

De haber tomado esto en cuenta, la Corte hubiera concluido lo siguiente: a) Que las expresiones “maricones” y “puñal” aunque vulneraban la dignidad de la persona no violentaban su derecho al honor; c) Que restringir el uso de esas expresiones impedía la libre manifestación de las ideas dado que tenían importancia para el discurso, el cual se centraba en la falta de valentía de los periodistas sujetos a la crítica; y c) Que al tratarse de una confrontación pública entre dos periodistas, debía existir un umbral de tolerancia mayor, primero, porque ambos pueden refutar en igualdad de condiciones las críticas hechas por el otro; segundo porque son figuras con proyección pública por lo que están sujetos a una exposición, también pública, más severa; y tercero, debido a que pocas cosas son tan relevantes en una sociedad democrática que el conocimiento pleno de las personas que generan opinión. A partir del debate periodístico que originó el litigio, la sociedad hubiera podido clarificar la intención y probidad de los periodistas, y a partir de ahí,  hacer un juicio que finalmente le permitiera decidir si debía tomar en cuenta sus opiniones o no.

Todo esto hubiera generado en la resolución de la Corte que en la ponderación de principios en juego se primara la libertad de expresión, y entonces se considerara que esas expresiones si bien son ofensivas en sí mismas porque tienen una carga emotiva negativa, no lesionan el derecho al honor del periodista implicado.

 6.        Conclusiones

Los Tribunales Constitucionales en el marco de sociedades plurales, incluyentes y sobre todo tolerantes, deben ocuparse en proteger a grupos generalmente discriminados a título colectivo como el homosexual. Pero en esa tarea, no deben perder de vista que tienen como límite infranqueable el Derecho, el cual, si bien tiene muchos huecos por donde puede colarse cualquier intento de certeza [sobre todo al estar compuesto de principios axiológicos, inasibles a tal grado, que no pueden jerarquizarse en abstracto], ello no implica que toda sentencia o resolución pueda caber dentro de él. Lo irrazonable no cabe dentro del Derecho[28]; de manera que, ni aún el ánimo de hacer justicia legitima que se le desprecie.

Esto no pareció hacerle sentido a la Primera Sala del Tribunal Constitucional mexicano al resolver en definitiva el amparo en revisión número 2806/2012, ya que modificando sutilmente un par de elementos en los argumentos de las partes, un caso claro de daño moral en cuyo origen se implicaban expresiones infamantes y por ende el menoscabo al honor de un individuo, lo terminó convirtiendo en un asunto de discriminación en cuyo umbral se liaban ofensas y un supuesto daño a la dignidad de todo un grupo social.

Lo más lamentable [por si  esa incongruencia no fuera ya de suyo inaceptable], es que para dar un viraje hacia la protección de la comunidad homosexual, la Corte estructuró sus argumentos a partir de premisas que sin pudor confundían o por lo menos no reconocían las diferencias entre  honor y dignidad,  ofensa e infamia,  discriminación y decoro.

Así, aunque la estructura de su línea argumentativa es impecable dado que cada uno de sus elementos se ajusta a las reglas de la lógica deductiva; es decir, cada una de las conclusiones se siguen válidamente de las premisas, lo cierto es que todo ese constructo argumental pierde peso al estar sustentado en premisas cuya validez el Tribunal pasó por alto o no se propuso verificar.

De este análisis se colige, que el Tribunal Constitucional mexicano dictó una resolución irreconocible respecto de las pretensiones de las partes; sin mesura modificó la esencia del litigio y erró en la ponderación de los principios implicados; confundió los conceptos que asentó en su marco teórico y pasó por alto la polisemia de dos vocablos sobre los que estructuró todos sus argumentos.

Nada de esta resolución queda en pie después de un análisis comprometido. Mientras tanto, por algún corredor del Poder Judicial, deambulando angustiosas, deben andar las partes esperando a que se les haga justicia, o por lo menos, a que un Tribunal se tome su caso en serio. Una decisión incongruente mal argumentada, solo eso es la sentencia de la Primera Sala, de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.



[1] La denominación constitucional de este órgano jurisdiccional es Suprema Corte de Justicia de la Nación. Véase  el artículo de la constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

[2] Véase Atienza, Manuel. Curso de Argumentación Jurídica. Editorial Trotta. Página 432.

[3] EL Tribunal entiende por tales, aquellas que abrigan imbíbito un oprobio y que además son impertinentes dado que carecen de utilidad funcional en la emisión del mensaje.

[4] Lo interesante para el propósito de  este trabajo que constituye un análisis argumental de la resolución emitida por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

[5] Véase el artículo “La fórmula del peso”, dentro del libro “Argumentación Jurídica, el Juicio de Ponderación y el Principio de Proporcionalidad”, coordinado por Miguel Carbonell. Editorial Porrúa.

[6] Véase foja 7 del amparo directo en revisión 2806/2012.

[7] Véase foja 60 del amparo directo en revisión 2806/2012.

 

[8] Véase foja 25  del amparo directo en revisión 2806/2012.

[9] Véase foja 29  del amparo directo en revisión 2806/2012.

 

[10] Véase foja  31 del amparo en revisión 2806/2012.

[11] Véase foja  36 del amparo en revisión 2806/2012.

 

[12]  Véase foja  42 del amparo en revisión 2806/2012.

 

[13] Véase foja  42 del amparo en revisión 2806/2012.

 

[14] Véase foja  49 del amparo en revisión 2806/2012.

[15] Ibíd.

 

[16] Véase foja  51 del amparo en revisión 2806/2012.

 

[17] Véase foja  56 del amparo en revisión 2806/2012.

[18] Según Jerzy Wrobleswski, una decisión está justificada internamente si se infiere de sus premisas según las reglas de inferencia apropiadas. En cambio una decisión está externamente justificada cuando sus premisas están clasificadas como buenas según los estándares utilizados por quienes hacen esta clasificación. Para profundizar sobre el tema véase: Atienza, Manuel. Curso de Argumentación Jurídica. Editorial Trotta. Página 103 en adelante.

[19] Toulmin, Stephen. Los usos de la argumentación, Barcelona Península, 2007.

[20] Es decir, tienen más de una acepción

[21] Véase foja 57 del Amparo Directo en Revisión 2806/2012

[22] Véase Atienza, Manuel. Curso de Argumentación jurídica. Editorial Trotta. Página 58, último párrafo.

[23] Véase amparo directo en revisión 2806/2012, a foja 31.

[24] Tullido pudieran ser otra expresión que siendo ofensiva, no daña el honor de una persona.

[25] Guibourg Ricardo y otros. Introducción al conocimiento científico. Página 74.

[26] Véase amparo directo en revisión 2806/2012, a foja 31.

[27] Véase el artículo “La fórmula del peso”, dentro del libro “Argumentación Jurídica, el Juicio de Ponderación y el Principio de Proporcionalidad”, coordinado por Miguel Carbonell. Editorial Porrúa.

[28] Véase Atienza, Manuel. Curso de Argumentación jurídica. Editorial Trotta. Página 58.

 

El Tribunal Constitucional Español sin argumentos

 

 

José Mario Charles Garza

 

Los abogados somos propensos a problematizar todo, hasta lo que no deberíamos; somos personajes a los que les entusiasma argumentar sobre temas que no necesitan o no pueden ser argumentados; navegamos en tempestades que nosotros mismos generamos y pocas veces tocamos tierra firme; pero lo peor, es que rara vez nos damos cuenta.

Un buen ejemplo de esto es la sentencia del Tribunal Constitucional Español que resolvió en definitiva el recurso de inconstitucionalidad número 6864-2005, por virtud del cual se impugnó la ley 13/2005; ley que tiene por objeto modificar el concepto tradicional de matrimonio para comprender inmerso en él, al celebrado entre parejas homosexuales.

Lo interesante de esta resolución es que en su núcleo no es posible encontrar un solo argumento; y aunque su plasticidad y diseño pudieran dar la impresión contraria, lo cierto es que todos sus peldaños están construidos a partir de un seudo-problema, o para ser más precisos, en torno a lo que Genaro R. Carrió denominaría un seudo-desacuerdo de hecho en torno a proposiciones analíticas[1]. De tal manera que al terminar de leer la sentencia uno termina convencido de todo lo que en ella se ha dicho, pero al mismo tiempo uno acaba con serias dudas sobre si lo dicho es suficiente  y lo que es más grave, sobre si lo dicho era en realidad lo que se tenía que decir. Pero vayamos por partes.

El dos de julio de dos mil cinco se publicó en el Boletín Oficial de España la ley 13/2005. Esta ley, como antes se dijo, tenía como finalidad posibilitar el matrimonio entre parejas del mismo sexo y desaparecer, por virtud de ello, cualquier distingo legal entre las uniones heterosexuales y las homosexuales.

El treinta de septiembre de dos mil cinco varios Diputados del Grupo Popular del Congreso Español interpusieron un recurso ante el Tribunal Constitucional con el objeto de impugnar la ley. El argumento principal de los congresistas era que la reforma legislativa venía a modificar la concepción secular, constitucional y legal del matrimonio como unión de un hombre y una mujer[2], haciendo irreconocibles los perfiles por los que se conoce una institución vital para la sociedad como lo es la del matrimonio.

Substanciado el proceso que ameritaba el caso y analizadas las posturas de las partes que debían intervenir en ese juicio constitucional, el seis de noviembre de dos mil doce, el Tribunal resolvió en definitiva desestimar el recurso, no sin antes precisar que la citada ley no tenía tacha de inconstitucionalidad.

Para llegar a esta conclusión, lo primero que hizo el Tribunal fue hacer referencia a una tesis que ha venido construyendo  jurisprudencialmente, tesis que se sostiene en la idea de que la figura jurídica del matrimonio puede ser entendida como una garantía institucional, y simultáneamente, como un derecho constitucional. Por tal motivo, para clarificar el sentido y alcance de su sentencia el Tribunal se propuso primero dar respuesta a la duda de si la reforma impugnada supone un menoscabo constitucionalmente inadmisible de la garantía institucional del matrimonio, y en segundo lugar, a la cuestión de si la reforma introduce o no limites constitucionalmente inaceptables al ejercicio del derecho constitucional a contraer matrimonio.[3]

Puntualizado lo anterior, enseguida el Tribunal trazó el rumbo a seguir en el análisis del primer tópico de su problemario: el del matrimonio como una institución constitucionalmente protegida. Así, inició declarando que las instituciones jurídicas enunciadas en la Constitución, no pueden deformarse por el legislador ordinario; afirmó que si bien el parlamento puede redefinir, adecuar o suprimir el contorno y solo el contorno de instituciones fundamentales para la sociedad española como la del matrimonio, tiene como reducto indisponible su núcleo esencial.

En otras palabras, el Tribunal asentó que el legislador tiene un amplio margen para moldear las instituciones jurídicas asentadas en la Constitución; sin embargo, sus atribuciones no pueden extenderse al grado de modificarlas en un modo que termine por difuminar su naturaleza; por eso, para ese órgano jurisdiccional su núcleo esencial [entiéndase por él las características que hacen que las instituciones enunciadas en la Constitución sean lo que son] debe quedar fuera de toda acción legislativa.

Como el lector podrá advertir, el rumbo que decidió seguir el Tribunal lo obligaba a determinar primeramente cuál es el núcleo esencial del matrimonio en el Derecho Español, para enseguida establecer si dentro de él debe entenderse comprendida la heterosexualidad de las parejas que desean contraerlo; sin embargo, optó por un cauce distinto. En vez de ocuparse en determinar el núcleo de la institución o lo que él mismo denominó la imagen maestra, dedicó buena parte de su resolución en determinar si la homosexualidad hace tal institución irreconocible para la sociedad española.

Esta pequeña variación en cuanto a la forma de abordar el asunto le permitió al Tribunal dejar de lado el análisis preliminar que correspondía para justificar adecuadamente la resolución, me refiero al que respondería un par de preguntas que por ningún motivo debieron obviarse: ¿Qué demos entender por núcleo esencial de una institución? y ¿Quién o qué lo define? El Tribunal, sin atender en algún momento estas interrogantes, se conformó en determinar el grado de aceptabilidad que en España se tiene del matrimonio homosexual y entonces dirigió su esfuerzo hacia la respuesta de tal incógnita.

El Tribunal afirmó que la institución del matrimonio como unión entre dos personas independientemente de su orientación sexual se ha ido asentando[4] y sustentó esa conclusión únicamente en los siguientes razonamientos: a) en los últimos años el Derecho comparado ha venido equiparando el matrimonio homosexual al matrimonio heterosexual; y, b) hoy existen datos cuantitativos contenidos en estadísticas oficiales que confirman que en España existe una amplia aceptación social del matrimonio entre parejas del mismo sexo.[5] El Tribunal se refería a la encuesta practicada en junio de dos mil cuatro por el Centro de Investigaciones Sociológicas; en dicha encuesta el 66% de los entrevistados afirmaron que las parejas homosexuales debían tener derecho a contraer matrimonio.

Los razonamientos anteriores le permitieron al Tribunal concluir que el matrimonio entre parejas homosexuales, es reconocido y aceptado por la comunidad internacional al igual que por la sociedad española, de tal manera que en su concepción, la imagen jurídica de esa institución, no se distorsiona por el hecho de que los cónyuges sean de distinto sexo. Así, a juicio del Tribunal Constitucional la ley 13/2005 desarrolla la institución del matrimonio sin hacerla en absoluto irreconocible para la imagen que de ella se tiene en la sociedad española contemporánea[6], de manera que no puede tacharse de inconstitucional.

A partir de la línea discursiva anterior, el Tribunal concluyó  que la preferencia sexual de los cónyuges, sea heterosexual u homosexual, no deforma la institución del matrimonio; lo que es igual a afirmar que la heterosexualidad no es un elemento relevante en la imagen maestra que de esta figura jurídica tiene la sociedad española contemporánea; es decir, no es una característica definitoria sino concomitante.

De lo expuesto hasta aquí, puede inferirse que para ese órgano jurisdiccional, hay una serie de elementos configurativos de la institución matrimonial que permiten reconocerla incluso después de la ley 13/2005; es decir,  para el Tribunal, el matrimonio tiene una esencia, la cual fue respetada por el legislador ordinario, de tal manera que aunque modificó significativamente su concepción legal, no generó una figura jurídica nueva, que no existiese antes de la reforma.

Siguiendo el modelo de Stephen Toulmin en cuanto al esquema de los argumentos[7], la sentencia del Tribunal Constitucional puede reconstruirse de la siguiente manera, en donde la afirmación, es la conclusión que ese órgano jurisdiccional trata de establecer; el dato, es la justificación de lo concluido; la garantía, es el razonamiento que permite mostrar cómo a partir de los datos es posible pasar a la conclusión de manera lógica y por último, el respaldo, que no es otra cosa mas que uno o varios enunciados categóricos sobre hechos, que son útiles para apoyar la afirmación:

 .....

Los elementos del esquema en la sentencia serían los siguientes:

  1. Dato: Las características definitorias del matrimonio son determinadas por la sociedad contemporánea española.
  2. Afirmación: Una de esas características definitorias, no es la preferencia sexual de lo cónyuges; es decir, el matrimonio es la unión de dos personas sin importar su sexualidad.
  3. Garantía: el matrimonio entre parejas homosexuales, es reconocido y aceptado por la comunidad internacional al igual que por la sociedad española.
  4. Respaldo: en los últimos años el Derecho comparado ha venido equiparando el matrimonio homosexual al matrimonio heterosexual. Hoy existen datos cuantitativos contenidos en estadísticas oficiales que confirman que en España existe una amplia aceptación social del matrimonio entre parejas del mismo sexo.

En términos de la sentencia, el esquema quedaría de la siguiente manera....

 

 

 Lo primero que pone en evidencia el esquema anterior, es que la Sentencia del Tribunal Constitucional está sustentada en una falacia, en tanto ni la garantía ni el respaldo permiten pasar de los datos a la afirmación de manera lógica. Del hecho que la sociedad española acepte el matrimonio homosexual, no se puede deducir, como lo hace ese órgano jurisdiccional, que en la concepción de los españoles, la preferencia sexual de la pareja es irrelevante como nota distintiva de la institución.

Una cosa es sostener que la sociedad española contemporánea acepta que se dote a los homosexuales del derecho a contraer matrimonio y otra muy distinta el afirmar que en el concepto que esa misma sociedad tiene del matrimonio, la preferencia sexual es un elemento concomitante.

Si se analiza la encuesta que citó el Tribunal para robustecer sus razonamientos, puede observarse que,  los entrevistados, no afirmaron que la heterosexualidad es un elemento definitorio del matrimonio, respondieron, en un 66%, que las parejas homosexuales debían tener derecho a contraer matrimonio; aspectos relacionados pero no iguales.

Es probable que si la encuesta se hubiera modificado con la intención de inquirir sobre la concepción que los españoles tienen del matrimonio, el resultado hubiera sido distinto. Es probable que incluso la comunidad homosexual de ese país hubiera aceptado que el concepto tradicional de matrimonio tiene como nota esencial la unión de un hombre y una mujer, aunque al mismo tiempo, como sería normal, esa comunidad haya sido la principal promotora para que el derecho a contraer matrimonio les sea reconocido.

Aceptar por un lado, el derecho de los homosexuales a contraer matrimonio, y recocer por otro, que el matrimonio tradicionalmente se ha venido concibiendo como la unión de un hombre y una mujer, no implica caer en una contradicción; estas posturas no se excluyen una de otra, incluso pueden llegar a complementarse.

Para refutar lo afirmado hasta aquí podría sostenerse que la intención del Tribunal era adecuar la institución matrimonial a la nueva realidad social que se viene en España y que por ello, se preocupó por establecer cuál era esa nueva realidad a partir de lo que los españoles aceptan y desean.

El problema es que ese órgano jurisdiccional no planteó el problema de esta manera. El Tribunal en ningún momento señaló que para resolver el litigio debía determinarse el grado de aceptación del matrimonio homosexual en la sociedad española, para, a partir de ahí, darle un contenido u otro a la Constitución.  Lejos de esto en todo momento afirmó, que la institución matrimonial tiene una serie de características esenciales enunciadas en la Constitución de manera implícita o expresamente, que deben respetarse por el legislador ordinario, y que por lo tanto, lo que se debía determinar, era si dentro de tales características se encontraba la preferencia sexual de los cónyuges.

Se puede entender la postura del Tribunal en el hecho de que desde el punto de vista de la política judicial, naturalmente es mucho menos controvertible sostener que el matrimonio tiene una esencia que debe respetarse por el legislador ordinario, a afirmar que tal institución debe dotarse de contenido a partir de la moral social dominante en una comunidad. Sin duda genera menos críticas por parte de la comunidad jurídica de una Nación, una resolución en la que se apele a la naturaleza de las cosas, a otra en la que se sostenga que el Derecho debe interpretarse a partir de lo que agrade o convenga a la mayoría.

Por eso el Tribunal Constitucional presentó su resolución como la averiguación de la esencia del matrimonio, de su imagen maestra, y no, como un juego de poder en donde el resultado lo terminaría determinando lo aceptado y querido por el mayor número de personas.

El Tribunal intentó mezclar la concepción de la institución matrimonial con la aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo, tratando con ello, salir bien librado del frente que se le abriría ante la comunidad, si hubiera argumentado que la Constitución es una veleta cuyo movimiento lo define el interés de la mayoría.

Por ello, argumentó que la preferencia sexual de los cónyuges no es una característica definitoria del matrimonio, es decir, que no forma parte de su naturaleza jurídica, en lugar de señalar, lo que sin decirlo terminó concluyendo: que el matrimonio homosexual no es contrario a la Constitución, por la sencilla razón de que los españoles, en su mayoría, desean que así sea.

Lo paradójico que hay en todo esto, es que afirmar que una institución es lo que es porque así lo ha decidió la moral social dominante suele ser impopular pero verdadero; en cambio, argumentar que una institución es lo que es según su esencia intrínseca [cuestión que supone un problema de carácter metafísico], es popular pero falso, en tanto no existe algo así como la esencia o la naturaleza jurídica de las cosas. Muy atinadamente señala Carrió, que las afanosas pesquisas de los juristas por descubrir la naturaleza jurídica de tal o cual institución, están de antemano destinadas al fracaso, entre otras razones porque lo que se busca no existe.[8]

Lo anterior explica por qué los órganos jurisdiccionales [como en este caso el Tribunal Constitucional Español], suelen afirmar que la concepción que proponen de una institución jurídica no es estipulativa; es decir, que no fue determinada en base a una costumbre lingüística; para ser claros, que no es una mera invención convencional; si así lo hicieran, dudosamente persuadirían a su auditorio, cuestión que les preocupa de sobre manera. Al contrario, son propensos a afirmar que, de algún modo, el significado que proponen para una institución o figura jurídica estaba allí para ser desentrañado por quien fuese sensible a ciertas evidencias de una realidad trascendente[9].

Y es que si se analiza con detalle, apelar a la esencia de las cosas suele ser muy útil en una estrategia persuasiva, toda vez que como no hay nada que determine cuál es esa esencia, un Tribunal puede fácilmente incluir en lo que considera la constituye, todo, o casi todo.

Así lo hizo el Tribunal Constitucional Español; determinó que la preferencia sexual de los cónyuges no es una característica definitoria del matrimonio, pero no dio un solo argumento para sostener esto, y no lo hizo porque en estos casos no hay nada que pueda argumentarse, debido a que aserciones como: por matrimonio debemos entender la unión de una pareja sin importar su preferencia sexual, dan lugar a problemas relacionadas con el uso de las palabras y no con un hecho o fenómeno social.

A esto Genaro R. Carrió denomina un seudo-desacuerdo de hecho en torno a proposiciones analíticas; este autor afirma que enunciados como el anterior, no pueden ser refutados alegando hechos en contrario, por la sencilla razón de que no son aserciones de hecho […] no suministran ninguna información sobre fenómenos del mundo.[10]

Estos problemas son insolubles si se les plantea de esta manera, porque su solución no depende de la realidad ni de la naturaleza sino de ciertas decisiones clasificatorias y lingüísticas.[11]

Por ejemplo, discutir sobre qué es el matrimonio, no es lo mismo que discutir sobre la conveniencia de aceptar el matrimonio entre personas del mismo sexo; mientras aquello es un problema de palabras, del uso que se le da a un determinado vocablo [en el ejemplo a la palabra matrimonio]; esto, en cambio, es una cuestión de hecho, en tanto daría lugar a determinar los efectos que en un determinado contexto social produce dotar a los homosexuales del derecho a contraer matrimonio. Vaz Ferreira explica la deferencia entre cuestiones de hecho y cuestiones de palabras con el siguiente ejemplo[12]:

Hace algún tiempo, dos personas que habían sostenido una discusión, me pidieron opinión sobre ella. La cuestión era la siguiente: si un grabador es o no un artista. Uno de los que discutían, sostenía que el grabador no es un artista y decía: Los verdaderos artistas, son los literatos, los músicos, los pintores, los escultores; la función del grabador es demasiado subalterna, demasiado inferior; el grabador no es realmente un artista. Y respondía el otro: reconozco, sin duda que el arte del grabador no es tan difícil ni tan elevado como la pintura o la música; pero es siempre un arte: participa de los mismos caracteres de los otros, aunque si se quiere, en menor grado […] Ahora bien; para analizar estas cuestiones y saber si son de hecho o de palabras, nosotros debemos hacer lo siguiente: preguntarnos si lo que discuten admiten o no los mismos hechos. Por ejemplo: el que sostiene que el grabador es artista, y el que sostiene que el grabador no es un artista ¿difieren sobre lo que hace el grabador? Indudablemente que no. Los dos admiten lo mismo sobre cómo trabaja el grabador, sobre qué hace y cómo lo hace: totalmente lo mismo. ¿En que difieren? En saber si al que hace eso, se le debe o no llamar artista. Eso dependerá de la significación que se dé a la palabra artista; es una cuestión de palabras: puramente de palabras.

Así, cuando se afirma que el matrimonio es tal cosa y no otra, lo que en realidad se está expresando es que el criterio de uso del vocablo matrimonio se utiliza en un determinado sentido y no en otro; es decir, que una comunidad, que comparte una misma costumbre lingüística, ha decidido llamar matrimonio a cierto fenómeno social en exclusión de otro u otros. Por eso cuando definimos un objeto no aprendemos algo de él, sino de cierta costumbre lingüística.

Cuando se afirma que una puerta es un trozo de metal o madera que sirve como vía de acceso a algún lugar, no se está definiendo su esencia, aunque a veces eso parezca, lo que en realidad se está haciendo es determinar cuales son los criterios de uso del vocablo puerta, las características definitorias de su concepto simplemente. De esto se sigue que cuando se afirma que el matrimonio es la unión de dos personas sin importar  su preferencia sexual, no se está describiendo la esencia o naturaleza jurídica de esa institución [si por esencia entendemos una realidad intrínseca], lo que se hace es enunciar las características que consideramos relevantes para asignar a un fenómeno social la denominación de matrimonio.

Desde esa perspectiva cabe la posibilidad de argumentar acerca de la ventaja de llamar matrimonio a tal fenómeno social en lugar de otro, mientras que discutir si el matrimonio es en realidad un fenómeno y no otro carece de todo sentido.

Las palabras no tienen definiciones reales o verdaderas, las cosas las llamamos de un modo y no de otro porque así decidimos hacerlo; de tal manera que lo que hoy denominados de una forma, mañana lo haremos de otra sin que el objeto, ente o fenómeno al que nos refiramos cambie por ese solo hecho.

Pero el problema no acaba aquí; cuando se afirma que el matrimonio es tal cosa y no otra, no se define ese fenómeno social, lo que se hace es indicar el modo de uso de la palabra matrimonio. De manera que argumentar en esos términos constituye una tautología, aunque en ocasiones no se aprecie con claridad; lo cual da lugar a falacias de petición de principio como la siguiente: El agua es indispensable para nuestra vida porque sin ella no podemos vivir.

Se comete este tipo de falacias cuando se trata de probar la conclusión con la conclusión misma. Aunque no es un error de la deducción, en tanto todo lo que se afirma en las premisas puede repetirse en la conclusión, sí es un defecto argumentativo, toda vez que lo que hacemos es probar algo desconocido a partir de algo desconocido; cuando lo que debiéramos hacer es probar algo desconocido a partir de algo conocido y aceptado por el interlocutor.[13]

 

Si entendemos esto, podemos fácilmente  advertir que, cuando el Tribunal afirmó que por matrimonio debemos entender la unión de una pareja sin importar su preferencia sexual debido a que así concibe el matrimonio la sociedad contemporánea española; nos está diciendo algo como: las uniones de homosexuales se conciben como matrimonio, porque se conceptualizan como matrimonio.

 

Desde esa perspectiva puede notarse el poco peso de ese razonamiento, en tanto no hay una garantía o respaldo que sustente la afirmación; como antes se dijo, se trata de probar la conclusión con la conclusión misma. Esto se debe a que en estos casos no caben juicios categóricos sobre hechos, justamente porque no estamos ante la presencia de una cuestión de hechos, sino ante un problema de palabras, del uso que una determinada comunidad lingüística le da a un vocablo.

De lo anterior se colige, que el Tribunal Constitucional dictó su resolución sin que en su núcleo incluyera un solo argumento; buscó la esencia del matrimonio y se conformó simplemente con un concepto; sin mesura razonó en función de una falacia formal y otra informal; sin embargo, como todo fue recubierto con un barniz que apelaba a la naturaleza de las cosas, ninguna de esas inconsistencias quedó expuesta de forma evidente.

Por eso los abogados debemos acercáramos de una buena vez a la teoría y practica de la argumentación jurídica; saber construir un argumento y detectar uno falaz hoy en día es fundamental; de otro modo, como antes se dijo, continuaremos navegando en tempestades que nosotros mismos generamos, y lo que es peor, sin que nos demos cuenta.

 



[1] Genaro R. Carrió, Notas sobre Derecho y Lenguaje, página 97.

 

[2] Véase sentencia del Tribunal Español, hoja 2 cuarto párrafo. http://blogs.ua.es/espanyadoxa/

 

[3] Ibídem

 

[4] Véase sentencia del Tribunal Español, hoja 44 tercer párrafo. http://blogs.ua.es/espanyadoxa/

[5] Ibídem

[6] Ibid.

[7] Toulmin, Stephen. Los usos de la argumentación, Barcelona Península, 2007.

[8] Genaro R. Carrió, Notas sobre Derecho y Lenguaje, página 99.

 

[9] Ricardo Guibourg y otros, Introducción al conocimiento científico, página 78.

[10] Ibídem

[11] Ricardo Guibourg y otros, Introducción al conocimiento científico, página 40

[12] Vaz Ferreira, Cuestiones de Palabras y Cuestiones de Hecho, páginas 35 y 36

[13] Para profundizar sobre el tema véase  el libro Argumentación y Lenguaje Jurídico. Fernández Ruiz Graciela. Universidad Autónoma de Baja California, primera edición. http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=3016

¿Por qué argumentan los abogados?

¿Por qué argumentan los abogados?

 

José Mario Charles Garza

Si se acepta que uno de los principales valores que el Derecho aporta y genera a la sociedad es el de seguridad jurídica, entendido éste como la posibilidad que tiene todo ciudadano de prever las consecuencias jurídicas de un posible curso de acción, ¿Cómo pude explicarse el auge actual de la argumentación aplicada al Derecho si ésta nace y se desenvuelve justamente gracias a la incertidumbre y la vaguedad? ¿No es un contrasentido sostener, por un lado, que el Derecho es un paraje en donde reina la certeza, y por el otro, aceptar, que los abogados están irremediablemente destinados a esbozar argumentos en el ejercicio de su profesión?

¿Acaso no es verdad que la argumentación es útil solamente en el desacuerdo? si no existe desacuerdo ¿Que sentido tiene argumentar? ¿Que caso tiene exponer razones que justifiquen nuestra posición sobre un tópico, si el tópico en cuestión es claro, evidente y por ende incontestable? Dicho esto solo cabe preguntarnos: entonces ¿Por qué argumentan los abogados?

En principio podríamos decir que los abogados necesitan argumentar porque requieren defender una postura; así por ejemplo el litigante necesita argumentar porque desea que su perspectiva sea recogida por el Juez al momento de resolver el caso; el propio Juez requiere argumentar para justificar las razones que lo llevaron a inclinar el asunto en un determinado sentido; el legislador requiere argumentar para sustentar la consistencia jurídico-formal y axiológica de su propuesta de ley. Sin embargo, esto no nos resuelve el problema, si el  litigante, si el juez, si el legislador, si el facultativo necesitan argumentar ¿Entonces eso significa que el Derecho no es  infalible como se creía? si desde el Derecho es posible sostener dos o mas posturas contrapuestas ¿Por qué se afirma que el Derecho es certero?

El positivismo jurídico formalista podría explicarnos que el Derecho es certero porque se expresa en normas, normas que pueden ser fácilmente inidentificables a partir de su origen; es decir, para saber si una norma constituye una norma de Derecho y no una regla moral o un uso o convencionalismo social, basta analizar de donde procede.  Por lo general las normas de Derecho surgen de un proceso formal seguido por una autoridad facultada para tal propósito. Así pues para esta escuela de pensamiento, la identificación de las normas jurídicas en una cuestión formal. El origen de las normas (no su contenido) es el que determina su juridicidad.[1]

De lo anterior se sigue que cuando un Juez o un litigante argumentan, lo único que hacen es justificar el porqué una determinada norma (fácilmente identificable) se ajusta al caso que les fue planteado, a esto se le denomina razonamiento subsuntivo. La justificación por subsunción consiste centralmente en mostrar que el caso concreto que se trata de resolver encaja (es subsumible) en el caso genérico descrito (regulado por la regla).[2]

Imaginemos una norma penal que estipula como delito el homicidio el cual implica privar de la vida a una persona; en los hechos, tenemos que Juan privó de la vida a Pedro; por tanto, podemos concluir que Juan cometió el delito de homicidio. A este esquema lógico de construir un argumento se le conoce como silogismo jurídico que parte de la lógica deductiva, en donde la premisa  mayor o premisa normativa es la regla, la premisa menor o fáctica esta constituida por los hechos (en el ejemplo el hecho sería que Juan privó de la vida a Pedro) y el resultado o veredicto es justamente la conclusión.

En este caso el ejercicio argumentativo del Juzgador se agota en hacer ver que Juan violentó una norma penal, cuestión que no implica necesariamente un conflicto. Si se acepta como una norma formalmente válida la que contempla el homicidio, y además no hay lugar a dudas de que Juan asesinó a Pedro, entonces es claro e irrefutable que Juan cometió el delito de homicidio, en tanto el argumento en cuestión es, desde el punto de vista lógico, valido, dado que la conclusión se infiere de manera necesaria de las premisas.

En estos casos la función del Juez es simplemente aplicar una norma general a un caso concreto, es decir, hacer obvio lo evidente, por lo que se convierte, como en algún momento afirmó Montesquieu, simplemente en la boca que pronuncia las palabras de la ley, lo cual no supone propiamente argumentar o justificar, dado que cuando aporta razones para justificar su postura, lo único que hace es poner sobre la mesa un razonamiento incontestable, que salta a la vista con independencia de cualquier otro argumento; cuando se hace patente algo evidente más que argumentar se describe, se narra algo que es independiente y rebasa cualquier reflexión del propio narrador.

En estos casos (donde no hay razones para refutar las premisas) no hay nada que argumentar, toda vez que la conclusión es irrebatible y además se sigue de las premisas a través de una inferencia valida desde el punto de vista de la lógica. Así que en estos casos el Derecho o la seguridad jurídica que éste aporta a la sociedad no corre riesgo alguno, en tanto de antemano se sabe que siendo válidas las premisas habrá un mismo resultado.

Ahora bien, una cosa es justificar internamente un argumento y otra cosa distinta es justificarlo externamente; mientras lo primero implica asegurar la correspondencia lógica; es decir, que la conclusión efectivamente se siga de las premisas, lo otro supone verificar la validez de las premisas, su verdad.

Cuando el Juez o el Litigante tienen que justificar la validez de las premisas, entonces se ve obligado a argumentar, por la sencilla razón de que en estos casos no hay un acuerdo sobre qué norma debe aplicarse o qué hechos son los que hay que verificar.

Ahora, puede darse el caso que no esté claro qué norma haya que aplicar, debido a que la norma que pudiera corresponder con el caso que se presenta sea vaga o imprecisa o  en palabras de Hart de textura abierta; en estos casos, lo primero que debe hacerse, es un ejercicio interpretativo para determinar qué es aquello que regula la norma. Según Savigny debe hacerse una aplicación conjunta de los métodos de interpretación gramatical, lógico, histórico y sistemático, en tanto, según este autor, esto le permite al intérprete hallar la idea inmanente a la ley.

El problema que esta sugerencia presenta es que en ocasiones estos distintos métodos de interpretación puede generar resultados disímiles; es decir, pueden no coincidir en la forma en que debe entenderse tal o cual disposición jurídica; si a esto se le suma que hasta la fecha no es una cuestión pacifica entre los operadores del Derecho la jerarquía entre los citados métodos de interpretación de tal manera que el Juez o el litigante pueden optar por uno en preferencia de otro sin una regla que los constriña en uno u otro sentido, entonces pareciera que la seguridad  o certeza en el Derecho empieza a difuminarse.

Otro problema que puede ocurrir es que simplemente no exista una norma para el caso concreto; de tal suerte que lo que en estos casos habría que hacer es llenar esa laguna generando una norma en donde no la hay.

En estos y otros casos similares, que no trataré por lo limitado del espacio y por no ser el tema central de este trabajo, ¿Cómo hace el Juez para resolver cada asunto? Si como afirma el positivismo jurídico el Derecho se expresa en normas y solo en normas ¿Qué hacer en caso de que no exista alguna que se corresponda con el caso concreto?  si en cambio existen varias maneras de interpretarla ¿Cómo elegir una de ellas por encimas de las demás?

No parece que abone mucho a la seguridad jurídica afirmar, como lo hace una buena parte del positivismo, que en estos casos el Juez o el operador jurídico utiliza su discrecionalidad; esto sería tanto como posibilitar la elección de cualquier norma que se considere razonable o cualquier forma de interpretación que al operador jurídico le plazca. ¿Entonces que queda?

Queda que el Derecho no está compuesto solo por normas, como sostiene la cultura jurídica dominante, sino además [y yo diría en un primer orden] por principios que no son otras cosa que pautas axiológicas relacionadas con la moral en una comunidad. Los principios generales del derecho, que son aplicables a falta de textos, no son una simple creación jurisprudencial y no pueden confundirse con simples consideraciones de equidad […] tienen valor de derecho positivo […] se forman fuera del Juez, pero, una vez formados, se imponen al Juez y el juez está obligado a asegurar el respeto que los principios reclaman. [3]

De tal suerte que ante un caso no regulado por una norma, el operador jurídico se ve obligado a generar una pauta de conducta, pero no cualquier tipo o con cualquier contenido, sino aquella que se ajuste a los valores del grupo dominante en el que habrá de aplicarse.  

Aceptar lo anterior no suscitaría mayor problema si no fuera por el hecho de que no existe algo así como un acuerdo irrefutable de lo que es justo o debido en términos morales; de manera que en una controversia dos personas pueden al mismo tiempo sostener que su postura lo es y en cambio la de su contraparte no. Piénsese en el caso de las controversias relacionadas con la despenalización de toda clase de aborto; para algunos, justo es proteger la vida del concebido no nacido aunque eso suponga un perjuicio para la madre, mientras que para otros, lo prudente es privilegiar el derecho de la madre a disponer de su cuerpo.

En estos casos, ¿Cómo puede establecerse con certeza en quien recae la razón? ¿Cómo puede determinarse qué argumento tiene mas peso, si es imposible hacer un listado de valores por orden de jerarquía o importancia? Pues bien, en estos casos en donde lo que está en contradicción son valores que no son graduables ni tiene jerarquía unos con otros es donde tiene lugar en una mayor medida la argumentación; puesto que aquí no hay nada que pueda siquiera sugerir acuerdos, aquí no hay certezas.

¿Entonces esto significa una vuelta atrás al iusnaturalismo? Pues en algún sentido si, en el sentido que el Derecho tiene en su núcleo pautas morales, las cuales deben de privilegiarse por encima de cualquier norma que pueda estimarse injusta; todo sistema de derecho no constituye un conjunto de reglas jurídicas cuyo sentido y alcance sea independiente del contexto político y social [como afirmaba la teoría pura del derecho de Hans Kelsen] sino que está subordinadas a unos fines en función de los cuales hay que interpretarlas.[4]

Hay ocasiones en que la seguridad jurídica no puede prevalecer, porque si las normas son extraordinariamente injustas, entonces el calor de la seguridad ya no significa prácticamente nada, su peso es mínimo.[5]

De todo esto se sigue que el Derecho está informado por pautas morales, así que ¿estaría en lo correcto el Juez que resuelve un caso conforme a sus propios criterios de justicia?

En principio habría que decir que el Juez estaría en lo correcto si y solo si sus pautas morales coincidieran con las del grupo dominante, ya que de lo contrario no podría considerarse justificada su resolución, en tanto la justificación en el plano mas elevado consiste en dar razones que sean congruentes con la moral social.

Aquí es donde desaparece desde mi perspectiva la distinción entre los niveles materiales y pragmáticos de argumentación, siendo el primero el relativo a encontrar premisas verdaderas y el segundo a exponerlas de tal modo que estás se acepten con un grado elevado de consenso. Desde mi óptica, toda premisa será válida si se ajusta al sistema de valores dominantes en una sociedad y solo en esa medida tendrá un mayor grado de aceptación; de tal suerte que al sostener un argumento material por medio de premisas válidas, se sostiene, al mismo tiempo, un argumento pragmático con premisas eficaces. Después de todo nada está más cerca de generar consenso, que el razonamiento que apele a los valores dominantes del  auditorio al que se dirige.

Sin embargo poco se resuelve nuestro problema al aceptar que los principios juegan un papel crucial para el Derecho, toda vez que en caso de colisión entre dos de ellos, no existe una manera segura o eficaz de establecer a cuál debe dársele mayor peso, ni siquiera a través de un ejercicio ponderativo como el sugerido por Robert Alexy.[6]

Pero no todo esta perdido en esta lucha por la seguridad del y en el Derecho, en tanto a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial se ha dado un proceso de constitucionalización del orden jurídico el cual entre otras cosas implica que los principios inmanentes en la Constitución empiezan a tener un carácter vinculante y no solamente programático; de tal suerte que los operadores jurídicos ya no se ven obligados a validar sus argumentos en pautas axiológicas inasibles; ahora les basta citar el texto Constitución.

Sin embargo el problema sigue siendo determinar qué principios están inmersos en la Constitución y cómo pueden articularse en caso de conflicto con un mínimo de regularidad que no suponga un ejercicio autoritativo o subjetivo.

A lo mejor sería bueno de una vez no seguirnos engañado con que el Derecho genera seguridad jurídica; a mi juicio esto rompería muchos esquemas que forzadamente se han empeñado en explicarlo sin conseguirlo. Si aceptamos como lo hace el neoconstitucionalismo que en su base el Derecho está compuesto de principios axiológicos, que en última instancia es necesario recurrir a ellos para legitimar nuestro sistema jurídico y que tales principios son inasibles a tal grado que no pueden jerarquizarse en abstracto, no es fácil prever que el Derecho tiene muchos huecos por donde puede colarse cualquier intento de certeza. Quizá nos reconforte aceptar que lo que el Derecho pierde en certeza, no es sino para ganarlo en justicia.



[1] J. Aguiló, Sobre el Derecho y argumentación.

[2]  Ibíd.

[3] Ch. Perelman, El razonamiento judicial después de 1945.

[4] Ch. Perelman, El razonamiento judicial después de 1945.

 

[5]  Manuel Atienza, El Derecho como argumentación pagina 241

[6] Recordemos que para Alexy un conflicto entre principio debe resolverse en relación a lo que el denomina ley de la ponderación “Cuanto mayor sea el grado de no satisfacción o restricción de uno de los principios, tanto mayor deberá ser el grado de la importancia de la satisfacción de otro.” Esta ley se descompone entres etapas, la primera estableciendo el grado de afectación de uno de los principios; la segunda, precisando la importancia de satisfacción del principio que se contrapone; y la tercera (la cual implica propiamente un ejercicio ponderativo) que consiste en establecer si la importancia de la satisfacción del principio contrario justifica la afectación del otro.

El fracaso del liderazgo en la Administración Pública


Muchos son los aspectos que influyen para que la Administración Pública de cualquier orden de gobierno (federal, estatal o municipal) pueda satisfacer adecuadamente y de manera oportuna las necesidades de los particulares, entre ellos podríamos citar: la rotación de personal, la ausencia de una visión u objetivo conjunto y la desvinculación y ausencia de un sentido de pertenencia de los empleados; sin embargo, de entre todos estos factores uno es el que a nuestro parecer resulta el más importante: la ausencia de  liderazgo, sobre todo si tomamos en cuenta que éste último puede ser la causa de la existencia de todos los demás. 


Si bien, como una obligación legal cada gobierno tiene que plasmar por escrito su visión, objetivos y estrategias para el periodo de su gestión en instrumentos llamados Planes de Desarrollo, estos instrumentos no son más que un conjunto de frases perfectamente estructuradas, pero sin una utilidad pragmática; por tanto, no obstante que toda acción de gobierno debe estar sustentada en un Plan de Desarrollo, dado lo imprácticos que suelen ser, en la realidad primero se realizan las acciones de gobierno y posteriormente se encuentra la manera (en la mayoría de los casos artificiosa) de adecuarlas a lo establecido en estos documentos.  


De ahí surge el problema, ¿Cómo los directivos pueden hacer que sus empleados se movilicen detrás de una visión, si ésta no existe, al menos para efectos de materializar políticas públicas?


Lo anterior tiene gran trascendencia debido a que el líder por definición debe ser visionario, capaz de motivar a sus empleados para clarificarles como su trabajo repercute en el objetivo de toda la organización. El liderazgo debe maximizar el compromiso hacia las metas y estrategias de la organización. 


De tal suerte que si no existen metas, objetivos y estratégicas claras y materializables, la organización se mueve a la deriva, y en caso de ser estructuralmente grandes como suelen ser los entes públicos, se pierde la coordinación entre sus propias Dependencias lo que produce que cada una avance en direcciones diferentes.   


En este sentido, un líder debe saber enmarcar las tareas individuales en una visión  mayor, para definir los estándares de desempeño que giran en torno a esa visión, ya que esto redundará en que dichos estándares se vuelvan claros para todos. 


En otras palabras, los líderes deben tener por misión clarificar el fin de la organización para la correcta comprensión de los demás; por tanto, si por tradición o costumbre en las empresas públicas se omite determinar los objetivos sexenales o trianuales según sea el caso, es claro que un directivo en tales condiciones sólo podrá enfocar a sus trabajadores a una visión parcial que desde su propia óptica resulte adecuada para su área.


Sin embargo, el problema se presenta cuando la meta que fija un Director se encuentra desarticulada de aquellas que fijan los demás dentro de la organización, e incluso en contraposición, debido a que se entorpece la función pública y se fomenta el burocratismo. Cuando dos Dependencias públicas de una misma administración siguen filosofías diferentes a la hora de ejecutar su labor, se produce un ambiente hostil entre éstas, que al final de cuentas repercute en los dividendos que debieran entregar a la sociedad.   


Es así, como la mayoría de los empleados públicos nunca llegan a comprender realmente el alcance de su labor, lo que inexorablemente los desmotiva; además, la ausencia de objetivos concretos les impide identificarse con la organización en razón a que no comprenden el rumbo o los cursos de acción que ésta toma, sintiéndose fuera de los logros y lo que es peor, tomando una actitud de apatía o indiferencia ante los  fracasos. 


Finalmente consideramos que lo anterior no debe adjudicarse a la ausencia de líderes en la administración pública, sino a la ausencia de las condiciones propicias para que éstos hagan su labor, debido a métodos viciados que nadie, hasta ahora, se ha preocupado por atender, y que mientras sigan en vigor, los distintos ordenes de gobierno continuarán sumergidos en el burocratismo, en la ineficiencia y en la indiferencia ante su evidente ineptitud.  

Operadores jurídicos en problemas... lingüísticos

¿Qué dirían los abogados embelesados en buscar la esencia de las instituciones jurídicas, si algún insensato se atreviera a refutarles que tales esencias no existen, por lo menos no, de la manera en que las vienen buscando? ¿Qué dirían si ese imprudente personaje les mostrara que una buena parte del trabajo que han volcado en su literatura es ocioso e inservible en tanto lo han derrochado en discusiones estériles? Seguramente nada bueno; sin embargo esa es la realidad.

Los abogados dedicamos gran parte de nuestros esfuerzos tratando de encontrar respuestas para preguntas como ¿Qué es el Derecho? ¿Qué es el matrimonio? ¿Qué es un acto jurídico? ¿Cuál es la naturaleza jurídica del pagaré? ¿Cuál es la esencia de la prueba pericial? sin caer en cuenta que todos estos problemas y muchos otros mas, son en realidad seudo problemas; es decir, no existen, por lo que son insolubles. Si no lo cree, quizá se convenza  al leer los siguientes apartados.

 

Seudo-disputas originadas por equívocos verbales

Imagine una disputa en la que dos abogados discuten si parejas homparentales deben gozar de los mismos derechos que la Constitución de la República y la legislación sustantiva civil le otorgan a familias compuestas por personas de distinto sexo.

En un primer intento por convencer a su contraparte uno de los abogados sugiere que la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y que por tal motivo debe ser protegida por la sociedad y el Estado; por lo que a su juicio, si se reconocieran este tipo de uniones [homparentales] que atentan contra ese núcleo de la sociedad,  el Estado y el Derecho incumplirían con su deber.

El segundo abogado tomando como base lo dicho por su antecesor le refuta argumentando que justamente por la obligación que tiene el Estado de proteger a toda familia, no es justo ni comprensible que las parejas homparentales queden excluidas del marco jurídico del país.

Imagine ahora una segunda discusión en la cual dos Ministros no logran ponerse de acuerdo sobre si los embriones gozan del derecho a la vida tutelado por la norma suprema de su País y si por lo tanto debe prohibirse o no toda clase de aborto.

El primer Ministro argumenta que el derecho a la vida previsto en la Constitución Política es una prerrogativa propia de las personas y que por lo tanto los embriones no gozan de ese derecho; en cambio, el segundo Ministro argumenta que justamente porque la Constitución contempla el derecho a la vida, no hay excusa para que los embriones no gocen de él.

¿Qué tienen en común estas dos discusiones?  Lo que tiene en común, es que en el fondo constituyen seudo-disputas originadas por equívocos verbales;  es decir, entre los antagonistas de estos ejemplos no existe una contradicción real, solo aparente, en tanto la confrontación se genera a partir de que las partes utilizan palabras claves en un sentido contrario al de su oponente.

En el primer caso, uno de los abogados entiende por familia a la institución básica de la sociedad conformada por dos personas de distinto sexo, mientras que el otro postulante a la misma palabra le da un significado distinto, más amplio, en tanto entiende por familia el núcleo básico social pero no necesariamente conformado por padre, madre e hijos.

En el segundo caso, la disputa se genera porque uno de los Ministros entiende comprendido dentro del concepto persona a los embriones, mientras que su oponente estima que los embriones no son personas sino hasta que nacen vivos y viables.

 Ambas disputas se solucionarían, por lo menos en parte, si previamente los contendientes se pusieran de acuerdo sobre el significado que en la disputa  le van a dar a las palabras claves [en el primer caso familia, en el segundo persona]. De esa forma la discusión versaría no sobre si el concepto familia incluye a las uniones homosexuales o si el vocablo persona incluye a los embriones; advertido este seudo-desacuerdo, la discusión versaría en el primer caso sobre si es conveniente o no otorgar los mismos derechos a uniones homosexuales que a uniones heterosexuales y en el segundo, sobre la conveniencia de reconocer en los embriones un derecho a la vida.

El argumento: “solo las personas tienen un derecho a la vida; los embriones no son personas; por lo tanto los embriones no tiene un derecho a la vida”; lleva la discusión al ámbito lingüístico, en tanto lo que se busca es el criterio de uso del vocablo persona, lo que no abona a la solución del problema de fondo, dado que el significado de las palabras es puramente convencional; es decir no hay significados reales, intrínsecos o verdaderos de las palabras; utilizamos la palabra manzana para referirnos a un fruta porque así lo hemos decidido, pero bien podríamos haberle dado algún otro nombre; la manzana, el automóvil, la casa no tienen un significado verdadero, único o inmutable, por lo tanto llevar una discusión a este terreno es una perdida de tiempo.

Al afirmar: el embrión no tiene derechos porque no es una persona, o, no hay familias compuestas por homosexuales, estamos infiriendo que solo hay un único concepto para la palabra persona o la palabra familia lo cual es inexacto.

Seudo-desacuerdo de hecho en torno a proposiciones analíticas

Si dejáramos avanzar las discusiones y cada uno de nuestros personajes hiciera patente el modo en que usa las palabras calves en sus argumentos seguramente alguno de ellos diría algo como: Una pareja de homosexuales no puede constituir una familia porque una familia en sentido tradicional debe formarse por un hombre, una mujer, además de los hijos; o algo como: un embrión no es una persona porque una persona debe tener capacidad de razonar, sentir o recordar.

De entrada parecería que estos argumentos, en su conformación, no tendrían reproche; sin embargo si se les analiza con más cuidado es posible caer en cuenta que en realidad están planteando lo que Genaro R. Carrió[1]  denomina un seudo-desacuerdo de hecho en torno a proposiciones analíticas.

En palabras de Carrió enunciados de este tipo no pueden ser refutados alegando hechos en contrario, por la sencilla razón de que no son aserciones de hecho […] no suministran ninguna información sobre fenómenos del mundo.[2]

El argumento “las parejas de homosexuales no pueden considerase una familia”, invita a aceptar que dentro del criterio de uso de la palabra familia no está comprendida la homosexualidad, lo cual es otra vez un problema de tipo lingüístico.

Al formular este argumento, sin darse cuenta lo que el abogado sugiere es que por convención de la comunidad lingüística a la que pertenece, el vocablo familia se utiliza para designar a uniones “tradicionales” de personas; lo cual es tanto como afirmar que las uniones de homosexuales no deben ser reconocidas por el Derecho porque no se les denomina como familia. Visto desde esa perspectiva puede notarse,  ahora si, el poco peso del argumento, en tanto constituye una tautología.

Si aceptamos que las palabras no tiene definiciones reales, verdaderas o únicas, es fácil caer en cuenta que el hecho de utilizar el vocablo familia o el de persona es una convención y por lo tanto arbitraria y mutable; lo que hoy llamamos de una manera, mañana lo haremos de otra sin que el objeto, ente o fenómeno al que nos refiramos cambie por ese solo hecho.

Disputas sobre clasificación

Otro problema en que solemos incurrir los operadores del derecho es en el de clasificación. A menudo considerarnos que hay clasificaciones verdaderas y clasificaciones falsas de tal forma que apelamos a unas y rechazamos otras; sin embargo al igual que en el caso de las palabras, su empleo o conformación es convencional.

Cuando fragmentamos o delimitamos la realidad que aparece ante nosotros para comprenderla y manipularla empezamos a asignar un nombre propio a cada cosa y después a agruparlas en clases según nuestra utilidad; a esa operación intelectual se le denomina clasificación.

Pues bien, esa clasificación es un ejercicio puramente cultural de tal surte que no las hay verdaderas ni falsas, son serviciales o inútiles; sus ventajas o desventajas están supeditadas al interés que guía a quien las formula.[3]

Siguiendo con nuestros ejemplos imagine que uno de nuestros abogados argumentara que los embriones no son personas en tanto así lo han sostenido los peritos en biología y medicina que concurrieron al proceso. En el otro extremo la contraparte argumenta justamente lo contrario apelando a los recientes criterios del Tribunal Constitucional. ¿Podría uno de los abogados afirmar válidamente que una clasificación es verdadera y la otra no lo es?  Conforme lo que venimos comentando salta a la vista la respuesta, por supuesto que no; en todo caso podría argumentar la fuerza que el sistema jurídico le da a una u otra clasificación, pero no desechar alguna por considerarla falsa.

Controversias sobre la naturaleza jurídica de una institución

Aunado a los problemas lingüísticos que solemos crear los abogados al no analizar detenidamente nuestros argumentos antes de expresarlos, existe uno que en nuestro gremio se da con frecuencia, nos referimos a la misteriosa necesidad que tenemos los juristas de buscar la naturaleza o esencia de las instituciones que usamos en nuestro desempeño profesional.

Seguro se preguntara el lector y bueno ¿Qué es eso de naturaleza jurídica? Pues eso es justamente el problema; cuando los abogados hacemos referencia a la naturaleza jurídica de una institución no tenemos claro que es exactamente lo que tratamos de expresar con ese enunciado, si la esencia de la figura, su regulación primigenia, su sentido teleológico, sus causas y antecedentes o todo ello en conjunto.

De tal suerte que si un abogado apela a la naturaleza jurídica del matrimonio afirmando que es la unión de dos personas de distinto sexo para convivencia y solidaridad mutua a fin de  lograr la reproducción de la especie en un ambiente optimo, quizá otro le refute que en esencia el matrimonio es una figura por la que se regula la convivencia de dos personas, con independencia de su sexo, las cuales han decido cohabitar juntos como pareja con fines solidarios; quizá incluso un tercer abogado haga referencia a que la naturaleza del matrimonio es meramente la de un contrato y otro mas afirme  que es la de una institución del derecho familiar.

Lo que tiene en común todas estas  formas de concebir el matrimonio es que todas tratan de explicarlo como si tal figura tuviera una única realidad, una única verdad, valedera para todos los tiempos y todos los contextos lo cual es falso.

Muy atinadamente señala Carrió que las afanosas pesquisas de los juristas por descubrir la naturaleza jurídica de tal o cual institución están de antemano destinadas al fracaso, entre otras razones porque lo que se busca no existe.[4]

Todos estos problemas son insolubles si se les plantea de esta manera, porque su solución no depende de la realidad ni de la naturaleza sino de ciertas decisiones clasificatorias y lingüísticas.[5]

Controversias generadas por un desacuerdo valorativo encubierto

Por si todos estos problemas no fueran poco como para poner a repensar a cualquier abogado antes de exteriorizar un argumento, un aspecto que no debe soslayarse es el efecto emotivo de las palabras.

Una buena parte de las palabras que usamos tienen una carga emotiva; es decir, generan en el receptor una emoción que no necesariamente está ligada con su significado; incluso pueden ser sinónimas desde el punto de vista semántico pero no en relación a su efecto emotivo; así por ejemplo aunque el significado de sujeto, individuo o caballero es el mismo, la carga emocional es distinta; lo mismo sucede con los vocablos Papá, Padre, Papi, Progenitor, los cuales hacen referencia a una misma figura, sin embargo tienen una connotación emocional diferenciada.

Así, cuando un abogado sostiene que familia no es solamente aquella constituida por el padre, la madre y los hijos, lo que esta haciendo es apoderarse de la carga emocional de la palabra con el objetivo de persuadir al auditorio.

Es probable que el nuevo significado dado por el abogado diste mucho del criterio de uso  que la comunidad lingüística tiene reservada para el empleo valido de esa palabra; sin embargo él la emplea a sabiendas de ello, en tanto al usarla trata de volcar las emociones de su contraparte o las del juzgador a su favor.

A esto se le denomina justamente definiciones persuasivas o si se quiere retoricas, en tanto constituyen falaces volteretas semánticas que buscan cambiar el significado de las palabras para apoderarse de su contenido emotivo.[6]



[1] Genaro R. Carrió, Notas sobre Derecho y Lenguaje, página 97.

 

[2] Ibídem

[3] Genaro R. Carrió, Notas sobre Derecho y Lenguaje, página 99.

 

[4] Genaro R. Carrió, Notas sobre Derecho y Lenguaje, página 99.

 

[5] Ricardo Guibourg y otros, Introducción al conocimiento científico, página 40

[6] Ricardo Guibourg y otros, Introducción al conocimiento científico, página 77