¿Cuán culpables creen que somos nosotros?
Mtro. José Mario Charles Garza
Mientras finalizaba mi educación preparatoria, intuía que mi educación profesional iba estar plagada de espacios donde sería posible confrontar cualquier producto intelectual; momentos donde solo sería valedero apostar por la verdad y la razón antes que en alguna falacia o mezquindad; en aquellos momentos que ahora sé, eran de una profunda ingenuidad- creía que aquellos a los que iba a comprometerme a llamar maestros, iban a llevarme, a través de sus propios conceptos y reflexiones, nada más y nada menos que hacia el conocimiento, y no a cualquier conocimiento, sino solo aquel verdaderamente útil para la sociedad, -sino para qué otra cosa está la Universidad- pensaba entonces. Desafortunadamente, no fue así. Al poco tiempo de ingresar a la Universidad me di cuenta que el espacio idealizado como coliseo de ideas era en realidad, un recinto en donde se rendía culto a cualquier teoría de la misma manera que se hace con cualquier deidad en cualquier religión: por un acto de pura fe. Pocas eran las ideas que deambulaban por allí y de esas, la mayoría habían sido secuestradas a algún autor extranjero por uno mexicano con el suficiente tiempo y agudeza para hacer todo un tratado sin ninguna propuesta original. Y qué decir de los maestros; la mayoría me parecía que no eran más que malos glosadores; repetían y nos hacían repetir conceptos y teorías que ahora dudo hayan entendido perfectamente. Y así, en ese ambiente, mi espíritu adormeció; se me durmió esperando a que lo rescatara del infortunio que para él suponía haber hecho todo lo que un universitario debe hacer y sin embargo, no haber aprendido nada. Modulando una expresión de García Amado esta fase de mi vida podría resumirla así: nada aprendí, pero eso sí, lo hice muy bien.
Después, alejado de la Universidad y ya con motivo de mi ejercicio profesional, me di cuenta que si quería cambiar en algo las cosas debía regresar a las aulas, primero como alumno y luego como maestro. Y ahí es donde me topé con la otra cara de la realidad. Entré al salón de clases y los rostros de los muchachos dejaron ver lo que a la postre me confirmaron sus actitudes: apatía e indiferencia. Traté de evitar cometer los errores que me acordaba habían cometido mis maestros conmigo y entonces, los invité a pensar, y en su lugar me pidieron un concepto para anotar en su libreta; los forcé a dar razones a favor de una teoría y en cambio me pidieron un concepto para anotar en su libreta; les propuse resolver un caso en que aterrizar su conocimiento y en cambio me sugirieron un concepto para anotar en su libreta. Así llegó el día del examen. Les pregunté la solución de un asunto de especial relevancia en ese entonces y qué pasó: me recriminaron por no haberles preguntado el concepto que habían apuntado en su libreta. Esta otra fase de mi vida podría resumirla así: nada aprendieron de mí, pero eso sí, lo disimularon muy bien.
Quizá entonces esto signifique que ni todos los maestros en aquellos años, ni todos los alumnos ahora, deambulan por los pasillos de la Universidad distraídos, dispersos, pero infortunadamente me temo que muchos sí. Es lamentable que pervivan en la Universidad maestros que no se preocupen por su educación, pero quizá lo sea más, que pervivan maestros que preocupándose por su educación no se preocupen lo mismo por la de sus alumnos.
Por otro lado, también es desafortunado que existan alumnos que mientras descansan su cuerpo en los pupitres cuando entran en aulas, hagan también descansar su alma en algún lugar lejano en donde las palabras de los maestros no logren encontrarlos; todo esto solo para después reclamar con desfachatez la asistencia merecida por aguantar, una hora o más, un gesto en la cara que no deje al descubierto que justo en el momento propicio, abandonaron su cuerpo en los asientos mientras su intelecto corría apresuradamente a otro sitio, generalmente a uno, en donde ese intelecto nada diáfano pero si escurridizo pueda permanecer, esa hora o más, sin ser usado.
Estos alumnos, que me tempo no son minoría, están cayendo en lo que Hans Magnus definió como la mediocridad de un nuevo analfabetismo. No les interesa la búsqueda de la verdad y mucho menos la coherencia en ella. Les fastidia leer y todo libro serio les parece aburrido. Estudian por matar el tiempo y buscan afanosamente a los profesores barco.
Como resultado de esto, nuestras universidades se han convertido en un caos. Alumnos y maestros no nos damos cuenta que nuestra responsabilidad no se agota en el salón de clases, nuestra responsabilidad es con la sociedad que está ávida de buenos abogados que la ayuden en su problemas o por lo menos, que no la perjudiquen más de lo que ya estaba.
Quizá todo esto explique el porqué en la sociedad está enraizada la idea de que la abogacía es una profesión intrínsecamente inmoral. Muestra del recelo de la sociedad hacia los abogados es una composición que alguna vez tuve la ocasión de leer, decía esto: La sociedad es así: El pueblo trabaja, el rico le explota, el solado defiende a los dos, el contribuyente paga por los tres, el vago descansa por los cuatro, el borracho bebe por los cinco, el banquero estafa a los seis, el abogado engaña a los siete, el médico mata a los ocho, el sepulturero entierra a los nueve y el político vive de los diez.
Pues bien, si queremos que esta concepción cambie, debemos tomarnos en serio, cada uno de nosotros, nuestro rol en la Universidad. Actuar sin la soberbia o la egolatría que infortunadamente parecen ser los ropajes con que hoy en día se visten la mayoría de los maestros antes de recorrer los pasillos de la escuela. Actuar sin la pereza mental que se manifiesta en un buen número del alumnado.
Piénsenlo un poco, si en los juristas está el procurar que la sociedad viva fundada en el respeto a la justicia, no tomarnos en serio nuestro papel [alumnos o maestros] significa deshacer el lazo que nos une, que es precisamente esa justicia; significa convertirnos en artífices principales de una sociedad desconfiada, deshonesta y colérica; significa dilapidar por apatía, ignorancia o irresponsabilidad la armonía que debe prevalecer en nuestra convivencia. Porque como lo decía Protágoras, cuando la justicia se aleja de una sociedad, su lugar lo ocupa la violencia. Por tanto, si formamos parte una sociedad violenta, les pregunto: ¿Cuán culpables creen que somos nosotros?
2 comentarios
Alberto Isaac Sanchez Zavala -
Jesus Raymundo Juarez Rojas -
Me hubiera encantado vivir en la época en donde por las tardes en los bares o cafés de las ciudad se reunían los jóvenes y hablaban de sus sueños utópicos y deseos de cambiar el mundo, donde hablaban de literatura y de sus sueños de ser escritores y cambiar el mundo a través de la palabra escrita en cualquiera de sus formas.
Cafés donde se reunían jóvenes que después serían grandes escritores que tendrían un alcance que ni ellos imaginaban.
Me hubiera gustado vivir en la época donde ser joven y ser estudiante era una combinación realmente peligrosa, porque los jóvenes hacían temblar gobiernos enteros con sus reclamos.
Me hubiera encanto vivir en la generación donde los jóvenes en la historia marcaron un antes y un después, no como en estos tiempos, mi generación, en mi país es la generación perdida, es la generación que no incomoda, es la generación que no discute, es la generación que no pone a temblar a los gobiernos.
Vivo en la época de la tecnología y soy parte de la generación perdida, esa generación que no pasara a la historia y si es que lo hace lo como la generación de los que ni se ganaron su lugar en la historia y por lo tanto será una generación olvidada.
Soy parte de la generación de los indiferentes, soy parte de la generación de los jóvenes que no tiene la más mínima idea del potencia y la gran responsabilidad que implica ser joven.
La generación de la tecnología donde abundan los aparatos electrónicos que nos facilitan la vida y nos hacen cada vez menos útiles y escasean los libros que te ponen a pensar.
Soy parte de una generación perdida, una generación condenada que sigue la corriente y la inercia de la vida cotidiana sin cuestionarse nada.
Soy parte de la generación donde la violencia ya es algo cotidiano, ya no nos indigna y ya no nos aterra ver violencia, ya estamos curtidos, solamente lo vemos como algo mas parte de la normalidad de un día en nuestro país.
Soy parte de una generación cada vez más deshumanizada a la cual no le importa nada más que la propia existencia de cada uno, el otro se puede estar muriendo de hambre y mientras no me afecte, que se chingue.
La generación dormida, anestesiada, soy parte de esa generación.
Lo más terrible de formar parte de esa generación es que cada vez mas poco a poco me voy insertando dentro de ella, me voy adentrando a la generación a la que tanto miedo y tristeza me da pertenecer.
Somos la generación de los nadie, somos la generación de los que piensan ``las cosas nunca van a cambiar`` somos la generación perdida de un país que necesita una generación incomoda, una generación que levante la voz una generación que reclame su lugar en la historia.
Somos la generación invisible, somos jóvenes y aun no nos ganamos nuestro lugar en la historia de este país.
Somos la generación que está condenada al olvido, somos la generación perdida...
Retomando su texto cuan culpables somos? no lo se, lo que si es es que debo de hacer tomar la parte de responsabilidad que me corresponde y hacer todo lo posible por ser un mejor estudiante, futuro abogado y lo mas importante un mejor ser humanos.
Saludos Lic. Charles